El suceso ocurrió
exactamente el día 26 de agosto de 1954 en la vivienda familiar de su abuela,
fallecida dos días antes
Pedrito tenía poco más de 6 años
cuando vivió en primera persona el caso que seguidamente relatamos. El 24 de
agosto de ese mismo año, hacia las 5 de la tarde, falleció su abuela de muerte
natural; él lo sintió en lo más profundo del alma porque estaba muy unido a ella
afectivamente, pero la inocencia infantil a esas edades amortigua de alguna
manera los sentimientos cuando ocurren estos tristes episodios. El sepelio se
celebró al día siguiente, el 25 a
las 7 de la tarde. Y como era costumbre en aquellos años, el funeral religioso
se hizo a las 10 de la mañana del tercer día, 26 de agosto. En la casa de la
difunta se habían reunido familiares, amigos y vecinos para, desde allí, marchar
hacia el templo donde tendrían lugar las exequias. El niño, momentos antes de
que todos marchasen al funeral, salió al patio en dirección a un pequeño WC
para hacer sus necesidades fisiológicas, de manera que cuando acabó y volvió al
interior se encontró con que estaba solo y se había quedado encerrado dentro de
la casa; los adultos creían que no quedaba nadie en la vivienda y habían
cerrado la puerta con llave antes de partir para la pequeña y cercana iglesia,
cuyas campanas daban ya el “último toque”.
Pedrito recuerda que sintió miedo
al verse en esa situación e intentó abrir desde dentro para salir al exterior,
pero le era imposible. Uno de los pasadores quedaba excesivamente alto para su
estatura y aquella vieja puerta de madera tenía un notable grosor, por lo que
nadie pudo escuchar sus golpes y lamentos. Sus recuerdos se han vuelto
fragmentarios por el tiempo transcurrido, pero aquellos que aún perduran en su
memoria los siente tremendamente lúcidos. Recuerda perfectamente que volvió de
nuevo al patio y se encaramó en lo alto de una gran vasija de agua, de ciertas
dimensiones, que cubría unas tablas de madera, sobre las que había varios
tiestos de plantas de olorosa alhábega o albahaca; uno de ellos cayó al suelo y
se rompió. Él llamó a gritos a la vecina, alcanzando apenas la tapia, pero ésta
también se había marchado al funeral. Estaba solo, encerrado y sin posibilidad
de ayuda. Comenzó a llorar amargamente. Cuando la ceremonia religiosa estaba
casi a punto de terminar, Pedrito llegó a la iglesia. Sus ojos enrojecidos lo
decían todo, iba desaliñado y sus ropas estaban manchadas por los intentos de
escalar a la casa vecina y salir del encierro. Su madre, que le había echado en
falta, le miró con expresión de enfado pues creía que dada su edad y su
infantil inquietud se había ido a jugar con algunos niños en vez de asistir a
la ceremonia.
Después de finalizar ésta y al
ser interrogado en casa de una tía, contó lo que había sucedido. Nadie le
creyó, pues la puerta de la casa de la abuela permanecía cerrada con llave cuando
regresaron todos del funeral y suponían
que el niño mentía para librarse de unos azotes que su madre había prometido
darle como castigo. Este familiar, hermana de su abuela, intentó sonsacarle la
verdad con palabras cariñosas y muestras de comprensión. Era una persona
cariñosa y afable, casada y sin hijos, que les quería con verdadero afecto y
sabía que en adelante tendría que asumir el papel de abuela, al ser el miembro
de mayor edad de la familia. Le preguntó cómo había salido de la casa, si
estaba encerrado dentro, y Pedrito le contó todo cuanto había ocurrido,
incluida la caída del tiesto y que un hombre le había abierto después de
consolarle y pedirle que no llorara más. ¿Y qué hombre ha sido, le conoces…?
–preguntó la tía-abuela. Pedrito alzó la vista a varios viejos retratos que
colgaban de la pared y fijándose en uno de ellos, dirigió hacia él su dedo
índice. ¡Ha sido ese hombre…! –dijo resueltamente mientras mantenía su mano
alzada, señalándole con toda convicción. Aquel hombre se llamaba Juan, era
hermano de la abuela recién fallecida y había muerto accidentalmente a
principios de los años 30. No obstante nadie le creyó y todos opinaron que
Pedrito se había inventado la historia, que se había ido a jugar, mintiendo
luego para librarse de unos azotes y justificar su ausencia durante buena parte
de la ceremonia fúnebre. Sin embargo aquel mismo día, al entrar los familiares
en casa de la difunta para encender unas luminarias en su recuerdo,
descubrieron con sorpresa que en el patio, sobre el cuenco grande de agua,
había señales de pisadas y un tiesto roto en el suelo, con la planta de alhábega
y la tierra que contenía, esparcida a su alrededor.
Muchos años después, cuando Pedro
ya era adulto y comenzó a interesarse por los temas paranormales y todo ese
mundo extraño y misterioso que nos rodea, quiso voluntariamente someterse a una
hipnosis regresiva para intentar
averiguar la verdad de aquellos recuerdos de la niñez que conservaba en su
mente, de manera parcial y fragmentada pero con gran lucidez. Sin embargo el
hipnotizador, que decía tener una gran experiencia, se negó en redondo a que la
sesión fuese grabada en cinta magnetofónica, por lo que ante tal perspectiva y
la posibilidad de un resultado engañoso, desistió. Aún hoy, 60 años después del
extraño acontecimiento, alberga la duda y se mantiene la incógnita de lo que
realmente sucedió aquella soleada y calurosa mañana del 26 de agosto del año
1954.
(Curiosamente la casa, que permaneció muchos años habitada por una hija
de la difunta, se conservó prácticamente igual, hasta que fue vendida en agosto
de 1994 tras la muerte de ésta, 40 años después de aquel incomprensible y aún
no aclarado suceso. Medio siglo después, el 26 de agosto de 2004, Pedro la visitó por última vez de manera simbólica, antes de que la
derribaran, dada la amistad que tenía con el nuevo propietario. Sintió una
extraña sensación que le hizo palidecer y casi perder el conocimiento, como si
una parte de él hubiera retrocedido en el tiempo haciéndole revivir aquel
extraño, misterioso y enigmático episodio)