Sinopsis de la novela:
La acción se sitúa en los últimos
años de la Guerra Civil española y primeros de la posguerra. Es la historia de
la crueldad humana, del desprecio al vencido, de la injusticia, del odio y el
rencor ciego y, especialmente, de la hipocresía y el cinismo de muchas gentes
que abjuraron de sus ideas para sobrevivir, aunque ello llevara implícito la
muerte de personas inocentes.
El autor refleja la vida de
personajes reales, junto a otros ficticios, que vivieron aquel drama y marcó a
varias generaciones de españoles, abriendo unas heridas tan profundas que –pese
al tiempo transcurrido- se resisten a curar. La
trama argumental discurre en la retaguardia, en lo que se conoció como
el Levante feliz, un término acuñado en la zona republicana para definir a
determinados lugares donde no se libraron sangrientas batallas ni hubo acciones
militares, aunque el azote del hambre, la incertidumbre y el sufrimiento
hicieron mella en gentes inocentes que solo querían vivir en paz y superar la
pesadilla. Pero la paz no trajo consigo el sosiego, sino la venganza…
(Fragmento)
“…Apenas hubo terminado la misa,
que concelebraron varios sacerdotes con sus pomposos ornamentos, dio comienzo
la procesión. Aquello parecía, más que un acto religioso, un desfile político a
juzgar por los flamantes uniformes y boinas rojas que proliferaban como una
riada de sangre, entre un mar de camisas azules y pantalones negros. Abría el
desfile un grupo de niños de rostro gris y famélico, a los que vistieron como
flechas de Falange. Los nuevos ropajes apenas podían disimular la extrema delgadez
de sus cuerpos esqueléticos a consecuencia del hambre y las penurias de los
últimos meses de la guerra; en cabeza de
la formación habían obligado ir a Jacinto, como abanderado. Sus ojos estaban
enrojecidos por la vergüenza y el llanto. Difícilmente podía olvidar que una
semana antes, unos hombres vestidos con el mismo uniforme y al caer la noche,
habían ido en busca de su padre para llevárselo a un lugar desconocido del que
no regresaría jamás. Luego supieron que le fusilaron unas horas después en las
tapias del cementerio de una villa cercana y ni siquiera la familia tuvo el
consuelo de velar su cadáver y darle sepultura en su propio pueblo, junto a sus
antepasados; dicen que lo enterraron, junto a otros detenidos, en una fosa
común de las muchas que se abrían en un lugar apartado, dentro o fuera del
camposanto y sin identificación alguna.
Formando hileras a lo largo del
camino principal y obligados por la fuerza a estar presentes, se alineaban
aquellos hombres y mujeres que, por su edad o condiciones físicas, no podían
tomar parte en la procesión; algunos apenas podían tenerse en pie y se apoyaban
en toscos bastones, otros tosían sin cesar y en sus rostros cadavéricos estaba
impresa la huella de la muerte que les rondaba en forma de grave tuberculosis o
severa desnutrición. Entre ellos, intentando mantener su clásica y gallarda
apostura, se encontraba don Laureano. Ni siquiera su maltrecho y raído traje y
la deslucida pajarita que adornaba su delgado cuello, le restaba la prestancia
de viejo maestro de escuela, liberal y republicano. Su mano temblorosa, delgada
como un sarmiento, asía el sombrero de paja y con la otra, de vez en cuando,
mesaba nerviosamente su blanquecina barba escasamente poblada. Sus ojos también
estaban enrojecidos por el hambre, el cansancio y el peso de tantas
injusticias. Cuando vio a Jacinto, el mozalbete abanderado, con los ojos
arrasados en lágrimas y un rictus de dolor taladrando su adolescente rostro,
sintió un vuelvo en el corazón. Cómo era posible –pensó para sí- que una criatura
de trece años pudiera ser tan cruelmente humillada. Contuvo su rabia a duras
penas, mascullando algunas imprecaciones en silencio, y cuando el cortejo de
autoridades llegó a su altura, con el prepotente Marino Barral a la cabeza, que
alzaba su mirada orgullosa y desafiante sobre todos, no pudo contenerse.
Sacando fuerzas de flaqueza y superando sus propios miedos, les gritó
furibundo:
--¡Fascistas, hijos de puta…! ¿No
habéis tenido bastante con asesinar a su padre…? ¡Malditos seáis una y mil
veces…!
Se produjo un inesperado y espeso
silencio y tras unos instantes de estupor e incertidumbre, cuatro fornidos
matones se abalanzaron sobre él y descargaron sobre sus enjutas carnes una
lluvia de patadas, golpes y culatazos de fusil que le dejaron exánime para
siempre en la cuneta de aquel camino, ante la mirada atónita de todos; allí
quedó tendido y agonizante, tirado como un perro para mayor escarmiento, hasta
que ya cerrada la noche los sicarios volvieron a buscar el cadáver para
enterrarlo en cualquier olvidada tumba. O quizá en la misma fosa común donde
solían dar tierra a tantos represaliados y disidentes, en el más apartado
rincón de cualquier lejano cementerio …”