Por expreso deseo de los protagonistas todos
los nombres, lugares o situaciones han sido
convenientemente alterados para evitar su
identificación; el autor cumple así la
promesa
hecha a quienes, con bastantes reticencias y
siempre bajo esta condición, contaron las
siempre bajo esta condición, contaron las
experiencias vividas en primera persona o
por sus familiares más cercanos.
A mediados de la década de los 50, siglo XX,
en un pueblo de la periferia de Murcia
Cuando pretendí entrevistar al protagonista de esta historia éste ya era muy mayor y
padecía Alzheimer; recuerdo su mirada fija y
perdida en un punto indeterminado, como si estuviera recordando aún aquella
extraña experiencia que vivió cuando todavía era un hombre joven que luchaba con
ahínco para sacar adelante a su familia. El relato, por lo tanto, me lo contó su nieto que tantas veces lo había escuchado de labios del abuelo. Francisco trabajaba en una fábrica de
conservas situada a unos 7 kilómetros de
la humilde casa en la que vivía con su esposa y cuatro hijos, el más pequeño de
ellos con apenas seis meses de edad y de constitución débil. Aquel día se
levantó cuando el amanecer era solo una leve claridad que despuntaba sobre el
perfil de la montaña y las alamedas del cercano río dormían plácidamente al
arrullo sordo de las aguas que bajaban limpias y trasparentes. El otoño se iba
acercando y la brisa matutina traía el frescor de un ábrego suave, levemente
perfumado por los últimos frutos del ya casi moribundo verano. Cerró tras de sí
la puerta evitando hacer ruido para no despertar a los niños; cogió la
desvencijada bicicleta y partió para el trabajo. Tenía por costumbre salir con
tiempo suficiente para detenerse en la taberna de Florencio, tomar su habitual café de puchero con un chorrito de anís
y liar el primer cigarrillo del día, antes de comenzar la dura jornada laboral que
superaba las diez horas diarias.
A medida que
avanzaba el amanecer, la mañana se fue tornando ligeramente brumosa y una
neblina matinal difuminaba el pedregoso camino lleno de baches; en algunos
tramos se hacía tan difícil el tránsito que parecía un sendero de herradura
mientras él pedaleaba despacio, extremando las precauciones para mantener el
equilibrio o sortear los guijarros que podían reventarle las ruedas y hacerle
caer al suelo. Aquellas carreteras eran un auténtico desastre y los días de
lluvia se convertían en auténticos lodazales, muy difíciles para circular por
ellas aún para los que marchaban a pie. A mitad del trayecto, aproximadamente, sintió
una necesidad fisiológica y detuvo la marcha; dejó la bicicleta apoyada en unos
matorrales y se adentró unos pasos en un huerto de limoneros de los muchos que
entonces había y aún hoy existen bordeando las carreteras de la huerta de Murcia.
Mientras estaba orinando escuchó a sus espaldas la voz de un arriero que
lanzaba una imprecación a las mulas y el característico chirriar de las ruedas
al pasar a su altura. Era Mateo, un viejo carretero, delgado como un sarmiento,
que pese a sus años se ganaba la vida con el destartalado carro transportando
todo tipo de mercancías por encargo.
--¡Con Dios, Paco…! –le gritó al reconocerle,
mientras azuzaba a las mulas.
--¡Con Dios,
tío Mateo! –respondió volviendo la cabeza hacia el camino.
Ya se disponía
Francisco a salir del huerto, cuando observó un extraño fenómeno sobre un frondoso
limonero que quedaba justo frente a él. Súbitamente sus ramas comenzaron a
agitarse aunque apenas hacía viento y lo más curioso es que los demás árboles
permanecían inmóviles. Sin salir de su asombro vio cómo una especie de neblina,
que comenzó a brotar entre el dosel de
ramas y lo envolvía todo formando un
remolino. ¿Qué era aquella extraña humareda? ¿De dónde procedía, si no había
fuego? ¿Quién agitaba las ramas del árbol? Quedó boquiabierto unos momentos,
como hipnotizado por el fenómeno. Poco después la extraña nube comenzó a
iluminarse misteriosamente de suaves tonos dorados, como si un sol que aún no
había despuntado, la bañara con sus luces. Los ojos de Francisco se
desorbitaron, nunca antes había visto nada semejante ¿Qué era aquella neblina
que se concentraba en el centro del árbol?
Apenas si pudo
reaccionar cuando la masa nubosa comenzó a moverse. Parecía rotar sobre sí
misma al tiempo que se iba formando sobre ella una imagen difuminada que parecía
el rostro de un niño, como si fuese una extraña proyección de cine. Según
comentó años después, cuando pudo superar todo aquello y explicar con detalle
lo ocurrido a sus más allegados, la imagen infantil parecía el rostro de un
ángel, sonriente y sereno. Pero he aquí, que en un momento, las luces
enrojecieron, las tonalidades adquirieron el color de la sangre y aquel rostro
angelical pareció entristecerse mientras un rictus de dolor atravesaba su
hermoso semblante. Francisco abandonó precipitadamente el lugar muy asustado y presa del pánico. Cogió la
bicicleta y partió a todo correr, pedaleando como poseído por un irrefrenable
deseo de huir. Cuando llegó a la taberna de Florencio tenía el rostro desencajado
y un sudor frío empapaba su camisa. Todos advirtieron su estado de excitación
nerviosa, pero ni aún las personas con las que más amistad tenía lograron
sonsacarle nada. Tomó en silencio su café con anís, lió con las manos
temblorosas el cigarrillo de picadura, y sin mediar palabra abandonó la
taberna, dejando a todos muy extrañados por tan inusual actitud.
Ya en la
fábrica intentó recomponer su estado de ánimo y realizar con diligencia su
trabajo; los compañeros recordaban que aquella mañana Francisco estaba como
ausente, silencioso y taciturno, sin ganas de comentar nada, encerrado en sí mismo.
Imaginaron que quizá había tenido algún problema en casa o alguna discusión
familiar y respetaron su silencio. Hacia las once, aproximadamente, el
encargado le llamó y le pidió que fuese a la oficina de la empresa: el jefe
quería hablar con él. Don Julián Torres le hizo pasar al despacho con gesto
grave. Hacía pocos minutos que había recibido una llamada telefónica. Estuvo
unos instantes titubeando, sin saber cómo iniciar la conversación. Francisco
adivinó que quizá iba a ser despedido, pese a llevar muchos años trabajando en
la fábrica, aunque ignoraba los posibles motivos.
--Francisco,
debes ir a tu casa inmediatamente –dijo don Julián extremadamente serio- Tienes
el día libre.
--¿Qué pasa,
don Julián…?
--No puedo
decirte nada más. Solo que vayas a tu casa.
--¿Ha pasado
algo? ¿Estoy despedido?
--No, no es
eso… Pero hoy debes dejar el trabajo y marchar con tu familia.
Abandonó la
oficina muy confuso y cabizbajo y ante el asombro del resto de trabajadores se
despojó del mono azul mientras salía al patio, donde cogió la bicicleta para volver
a su casa. Todos los compañeros quedaron perplejos y murmurando entre ellos;
nadie se explicaba qué podía haber ocurrido. Hizo el trayecto de vuelta a todo
correr, pese a los peligros del camino, y a punto estuvo de caer al suelo
varias veces. El día estaba cubierto y las oscuras nubes de poniente parecían augurar
las primeras tormentas. Cuando llegó a su humilde vivienda le extrañó ver a
varios vecinos en la puerta ¿Qué había pasado? ¿Por qué estaba allí toda esa
gente? Fue su esposa, presa de un amargo llanto y casi al borde de la histeria,
quien le dio la triste noticia: su hijo más pequeño, Andresito, de apenas medio
año de vida, había muerto inesperadamente. El niño había sufrido un ataque de
acetona y ella lo encontró ya frío, con su cuerpecito blanco como la nieve, al
ir a despertarlo para amamantarle. ¿La hora de la muerte? Por la rigidez del
pequeño, posiblemente ésta ocurrió media hora después de que Francisco marchara
al trabajo y justo la misma en la que tuvo aquella misteriosa e inesperada
visión entre las ramas del limonar.