CAPÍTULO 2º: EL PRIMER ANIVERSARIO

En cualquier lugar de la huerta de Murcia. 
 Primeros meses de 1949

Teresa acabó pronto la breve comida del mediodía y se dispuso a bajar al huerto, azada en mano, para seguir cultivando su pequeña parcela de tierra que en esos duros años de posguerra, hambre y cartillas de racionamiento, era su único sustento. Mientras fregaba la olla de barro en el brazal que discurría junto a su humilde vivienda de adobes miró al cielo borrascoso de la tarde; unos espesos nubarrones se movían desde el norte mientras el viento agitaba las sarmentosas ramas de los árboles desnudos. El invierno iba llegando a su fin con interminables semanas de mal tiempo y era preciso aprovechar la ausencia de lluvias y la relativa bonanza de algunos días para proseguir las tareas agrícolas antes que la noche prematura cubriera con sus brumas los huertos, tan afanosamente trabajados en esos años de penuria. La vida de Teresa era mísera y difícil como la de tantas personas en aquella oscura época.


La desgracia se había abatido dramáticamente sobre su familia a los pocos meses de comenzar la guerra civil cuando perdió a Ginés, su hijo mayor, luchando en el frente. Germán, el esposo, no pudo superar la muerte del primogénito. La enfermedad que ya padecía se agravó y apareció la temible tuberculosis que puso fin a su vida, apenas un mes antes que finalizara el conflicto. Quedó sola con Daniel, su segundo vástago, un mozalbete de apenas 14 años. Entre los dos hubieron de hacer frente al cultivo de la parcela que tenían en arriendo porque había que sobrevivir y pagar puntualmente la renta. Fueron tiempos muy difíciles. El hecho de haber perdido a un hijo luchando en el bando de los vencidos y la fidelidad al régimen caído no presagiaba nada bueno y el desahucio pendía sobre sus cabezas en forma de represalia, de las muchas que se cometían en los primeros años de la Victoria nacionalista, aunque gracias a la mediación de algunas personas con cierta influencia, que se apiadaron de ella, lograron mantenerse como arrendatarios de aquella tierra que venían cultivando sus ascendientes durante generaciones, aún sin ser de su propiedad.

Pero las desgracias nunca vienen solas y como dice el adagio “poco dura la alegría en la casa del pobre”. Daniel, el único miembro de la familia que quedaba, se hirió severamente un pie con el azadón mientras vaciaba un pozo de estiércol, que tradicionalmente se ha utilizado como abono en la huerta murciana. Aunque le curaron la herida con los remedios caseros de la época ésta se infectó y le sobrevino el temido tétanos. Nada se pudo hacer por salvarle la vida y un mes después murió entre fuertes dolores y espasmos musculares a los 23 años. Teresa quedó desolada. La muerte del único hijo, que era toda su familia, la sumió en un estado de profunda tristeza y abatimiento. Hubo de aceptar la realidad de su desgracia e intentar sobrevivir en medio de aquella espantosa soledad que el lento transcurrir del tiempo apenas podía mitigar. Pasó un largo e interminable año y el aniversario de la muerte se iba acercando; hizo un hueco en sus quehaceres y decididamente bajó hasta el pueblo para hablar con el párroco y encomendarle la celebración de una misa de aniversario. El sacerdote la recibió con cierto desdén. Sabía que todos en su familia habían sido adeptos a la República y don Gaspar era uno de esos curas fanáticos y acérrimo partidario del régimen dictatorial de Franco. Le exigió pagar el funeral en efectivo y no en especie como Teresa le había ofrecido; este clérigo, obeso y bien alimentado, tenía la despensa atestada y el corral lleno de animales, por lo que solo aceptaba dinero en metálico, un dinero que ella no tenía, salvo el justo para pagar la renta de las tierras. La despidió diciendo, con su característica hipocresía, que si se acordaba aplicaría la misa ordinaria del día en recuerdo de Daniel.

Regresó a casa dolorosamente humillada y llorando en silencio. ¿Cómo era posible que un sacerdote fuese tan mezquino? ¿Cómo el representante de una religión que hablaba de amor y misericordia podía ser tan cruel con una pobre mujer destrozada por la tragedia? Intentó serenar su alma y resignarse. Ese día, de manera simbólica, encendería unas luminarias en el aniversario del hijo muerto y también en recuerdo de su esposo y del primogénito, cuyo cuerpo descasaría probablemente en una ignota trinchera o en cualquier fosa común de las tantas que había en aquella oscura España del franquismo. Y llegó el 24 de marzo, fecha del aniversario. Teresa recogió unas sencillas flores silvestres y las colocó sobre la tumba donde descansaban sus seres queridos, quedó un buen rato en el cementerio y luego volvió a casa cuando ya las sombras de la noche inminente oscurecían los senderos. Apenas probó bocado durante la cena; la tristeza y el dolor volvían a lacerar su corazón y sintió cómo su entereza se derrumbaba por momentos. Encendió una lamparilla de aceite, que apenas iluminaba pobremente y se acostó acongojada. Unos minutos después la lamparilla se apagó y ella, tan pobre y mísera que apenas si podía comprar un simple velón de cera, rompió a llorar amargamente.

Transcurrió una madrugada de sueño entrecortado y frágil, ligero como el de un ave que se quiebra ante el más mínimo ruido. Los recuerdos se agolpaban en su mente, aovillando imágenes del ayer, de unos tiempos felices ya idos para siempre. Al filo de las primeras horas de la madrugada quedó sumida por fin en una especie de letargo. Poco después un leve sonido, como el siseo de una brisa suave, la despertó, mientras veía una extraña luz que iluminaba el interior de la casa. ¿Qué era aquella claridad? ¿De dónde provenía? Salió de la habitación y quedó estupefacta, inmóvil como una estatua de piedra, sin saber qué decir ante aquel fenómeno que aparecía ante sus ojos. Allí, sobre la pequeña cómoda donde estaban la foto de Daniel, sobre la mesita cercana, encima del vetusto arcón de madera y sobre la leja de la cocina, unas inexplicables luminarias formaban una brillante constelación, como si una mano misteriosa las hubiese ido encendiendo una a una. Aún no había podido reaccionar cuando creyó escuchar una voz dulce que le susurraba al oído estas palabras: ¡ACUÉSTATE YA, MAMÁ. DUERME…DESCANSA!