El protagonista del suceso en septiembre de 1954 |
Un poco antes de que las campanas de la torre diesen el último toque, salí al patio para hacer mis necesidades en un sencillo WC que había al fondo sin que nadie se percatase de ello o, sencillamente, pudo suceder que ninguna de las personas que había dio importancia el hecho de ver salir a uno de los niños al patio. Cuando regresé al pequeño salón, la puerta de la calle estaba cerrada y el interior muy oscuro; en estos pueblos las casas suelen ser estrechas, pero con mucho fondo y carecen de ventanas, al menos así eran antiguamente. Era lógico que todos se hubieran marchado para la iglesia. Nadie se percató de mi ausencia porque pensaron con toda lógica había salido con mis primos y los demás niños, que fueron los primeros en correr hacia la Plaza donde se encontraba la iglesia. Recuerdo perfectamente que me asusté mucho al verme allí solo y encerrado y comencé a llorar. También recuerdo con toda lucidez que intenté saltar al patio de la vecina, que era familia nuestra, pero fue imposible porque la tapia era demasiado alta para un niño de poco más de seis años. Estaba subido en una pequeña mesa sobre la que había unos tiestos de alhábega (o albahaca) y al desistir la escalada e intentar bajar uno de los tiestos cayó al suelo y se rompió.
Para continuar la historia ahora debemos avanzar hasta 1964. En esa fecha yo tenía ya 16 años y fue por ese tiempo cuando recuerdo que me aficioné a estudiar y analizar todo este mundo misterioso y extraño que nos rodea. Una noche mi tía-abuela Josefa, a la que cariñosamente llamábamos madrina (por serlo de mis tías y creo también que de mi madre) estaba contando algunos relatos extraños ocurridos en el pasado a alguna de sus amigas o conocidas. Fue entonces cuando me vino a la memoria mi propia historia y le pedí que me contara realmente lo que había sucedido, puesto que ya tenía algunas referencias bastante difusas y unos recuerdos muy fragmentados de aquel lejano suceso de mi niñez. La expresión de su rostro evidenciaba una cierta reticencia y advertí que no se sentía muy cómoda al contar “aquello”. Pero ante mi insistencia, finalmente relató la historia. Dijo que llegué a la iglesia cuando la misa funeral estaba casi a punto de terminar, que llegué muy “desastrado” en palabras textuales suyas, es decir, que traía manchada la camisa y el pantalón, como si hubiera estado tirado en el suelo (posiblemente se me ensució al intentar trepar por la tapia del patio). Continuó diciendo que tras la misa, al regresar a casa de mi abuela difunta, donde era costumbre también rezar unas oraciones, y tras la posterior despedida de los demás vecinos y amigos, se quedó solo la familia más cercana. En ese momento me interrogó mi madre, preguntándome dónde había estado, puesto que era un niño bastante travieso y ella creía que me había ido a jugar; seguramente quería darme unos azotes, un castigo normal en esa época. La madrina lo impidió, mientras me preguntaba cariñosamente dónde había estado. Según ella le dije que había ido al WC y al salir comprobé que me había quedado encerrado.
Lógicamente nadie creyó mi versión, puesto que si la puerta estaba cerrada era imposible haber podido salir de la casa y llegar a la iglesia casi al final de la celebración del funeral. Mi madre, al parecer y con cierta severidad, preguntó: --“Y si te has quedado encerrado ¿quién te ha abierto la puerta?... Continuó diciendo que yo, tras titubear unos momentos, respondí: “Me ha abierto la puerta un hombre”. ¿Qué hombre…? –volvió a preguntar mi madre. Y fue entonces cuando señalando a un cuadro que había en la pared, una de esas grandes fotos en blanco y negro de familia que había en casi todas las casas, dije: --¡¡Ese hombre…!! Y señalé a un hermano de mi abuela (y también de la madrina) que había muerto accidentalmente en los años 30 a una edad temprana. Luego comprobaron que en el patio había un tiesto roto a los pies de la vieja mesa de madera y que, en buena parte, corroboraba mi relato. Después, a lo largo de su vida, mi tía-abuela, solo contó una o dos veces más aquel suceso, pues era evidente que no se sentía cómoda recordando el episodio. La última vez lo hizo ya a una edad avanzada. Murió en 1996 varios meses después de haber cumplido los 90 años. Es evidente que algo extraño pudo suceder, pese al escepticismo con el que suelo analizar estos casos. Pero mis recuerdos, aunque fragmentarios, son muy lúcidos y estoy seguro que realmente quedé encerrado en la casa. Es curioso cómo el resto de este suceso no lo recuerdo en absoluto, por mucho que he querido escarbar en la memoria de manera serena y desapasionada, pero es imposible recordar. Parece como si alguna fuerza misteriosa hubiese borrado esa parte de todo cuando pudo suceder aquella lejana mañana de agosto de 1954.
Ya cumplidos los treinta años, y hablando con algunos amigos de este episodio me aconsejaron someterme a un proceso de hipnosis regresiva y tratar de descubrir la verdad. El primer hipnotizador con el que contacté, sinceramente, me pareció un charlatán y poco fiable. El segundo, por el contrario, se advertía mucho más profesional, pero se negaba a que yo, previamente a la hipnosis, pusiese en marcha un magnetófono para grabar el desarrollo de la sesión. Desistí, lógicamente, porque no quería que me dijese simplemente aquello que él creía que yo deseaba escuchar, aunque no fuese la auténtica verdad. Después, a lo largo de los años, he tenido otras oportunidades, pero sinceramente creo que no estoy preparado psicológicamente para someterme a esta hipnosis regresiva. Posiblemente mi subconsciente no acepta revivir un episodio que, en el mejor de los casos, puede revelarte un hecho que te puede plantear una honda interrogante…. o una impresionante revelación.