La rocambolesca leyenda de su hallazgo, 326 años después de su muerte,
carece del más mínimo rigor histórico, científico y arqueológico
Representación de la emperatriz Helena |
La cruz comienza a ser considerada
como único símbolo representativo del Cristianismo varios siglos después de la
muerte de Jesús de Nazaret y es un hecho que no deja de ser curioso; parece
históricamente comprobado que lo fue hacia el siglo IV ( aunque algunos
investigadores datan el principio de su uso simbólico a finales del siglo III)
y es cuando sustituye a otros elementos genuinamente originales y antiguos como
la figura del “pez” cuyo nombre en griego Ichthys (que se abrevia en ICTUS) forman un acróstico con las palabras Iesous CHristos Theous Uios Soter (Jesús
Cristo Hijo de Dios Salvador). Pero además el modelo que se adopta oficialmente es una forma
estética que en absoluto concuerda con el verdadero instrumento de ejecución en
el que fue crucificado Jesús de Nazaret. Es lógico suponer que los primeros
cristianos desecharan como simbología propia de su religión este instrumento de
tortura y muerte, cuyo uso no fue exclusivamente utilizado por los romanos,
sino también por otras muchas culturas. Por otra parte el llamado “lignun
crucis”, el supuesto y auténtico madero de la cruz en la que murió, tiene su aparición física en Palestina,
también varios siglos después, y no deja de ser una historia en cierto modo
rocambolesca.
Nos dicen las crónicas que en
aquellos años todo el Imperio romano estaba inmerso en una serie de guerras
civiles y luchas armadas por el poder entre notables patricios; Constantino el
Grande, uno de los aspirantes, tuvo un
sueño o visión donde se le apareció una cruz junto a un lema ( “In hoc signo
vinces”: con este signo vencerás) que
le aseguraba el éxito en la batalla si la utilizaba en sus estandartes (otras
fuentes, como las del historiador Eusebio, aseguran que se le apareció
Jesucristo, extremo éste que los historiadores modernos ponen en duda razonablemente) Éste venció a Magencio a la entrada de Roma
en la batalla del Puente Milvio, año 312 de nuestra Era, y a partir de entonces
no solo se proclamó Emperador sino que se convirtió al cristianismo (aunque curiosamente
también sería bautizado a punto de morir, en el 337 d.C.). Poco después
promulgaría el famoso Edicto de Milán, que legalizaba la práctica de esta nueva
religión en todo el Imperio romano. Hacia el año 326 se trasladó con su madre
Helena a Palestina (pese a que ella ya rondaba los 80 años) con la intención de
descubrir todos los lugares donde Jesús de Nazareth había vivido, realizado su
obra y muerto ajusticiado.
En Jerusalén la anciana Helena (o santa Elena)
mandó reunir a los notables judíos, interrogándoles acerca de donde tres siglos
antes había estado situado el Monte Calvario o Gólgota, para intentar descubrir
el lugar donde fuera crucificado Cristo por orden del entonces gobernador
romano Poncio Pilatos, que representaba al emperador Tiberio en aquellas
tierras ocupadas. Siguen diciendo las crónicas que muchos de ellos
(posiblemente bajo un duro interrogatorio no exento de torturas) le indicaron
que el sitio exacto donde había estado ubicado se encontraba en esos momentos
bajo un templo pagano dedicado a la diosa Venus, que en su día mandó levantar
el emperador Adriano. Helena, sin dudar un instante, ordenó destruir el templo
y excavar bajo él, apareciendo misteriosamente
solo tres cruces (sic). Ante la duda
de cuál de ellas podría ser la verdadera se mandó traer un cadáver que al contacto
con una de ellas resucitó (otras leyendas dicen que trajeron a un enfermo, el
cual sanó milagrosamente e incluso que se trasladaron los restos al domicilio
de una moribunda que también sanó). Sea como fuere, estos maderos comenzaron
desde entonces a ser venerados en el mismo lugar donde supuestamente
aparecieron, levantándose allí la Basílica del Santo Sepulcro y venerando las
reliquias halladas como auténticas. Y esta es la leyenda que ahora debemos
intentar encajar en la realidad histórica. Cualquier persona medianamente culta
del siglo XXI se plantea muchas preguntas sobre este descubrimiento. ¿Es
razonable pensar que la madre del Emperador pudiese encontrar los auténticos
maderos donde fue crucificado Jesús de Nazaret, 326 años después de su muerte y
en un lugar que había sido usado para ajusticiar a miles de condenados...? La
lógica nos sugiere que difícilmente pudo ser así. Helena nunca pudo encontrar
el verdadero madero, que evidentemente debió existir en su momento, y no lo
pudo hallar por toda una serie de circunstancias y avatares históricos que
vamos a intentar resumir para que el lector saque sus propias conclusiones.
El Monte de la Calavera o
Gólgota.
Este lugar, situado al noroeste
de Jerusalén, cerca de sus murallas, era un lugar público de ejecuciones, un
dato objetivo e históricamente verificado que conviene tener en cuenta. El Calvario era una vieja cantera
abandonada que se aprovechó para convertirla en un enorme cadalso, colocando en
ella los estípites o troncos de
madera verticales en una cantidad indeterminada. El estípite, clavado en
tierra, tenía una altura de
aproximadamente 4 metros, acabado en una punta donde encastraba un madero
horizontal llamado patibulum que
hacían llevar sobre los hombros al condenado hasta el lugar de ejecución. Una
vez clavado el reo y alzado al extremo superior del estípite por medio de
ganchos o escaleras, quedaba inserto (por medio de una ranura practicada en su
centro) formando una cruz en forma de “T” y no como la denominada cruz latina que ha trascendido hasta
hoy. La idea de un Calvario con solo tres cruces, destinadas a Jesús y los dos
ladrones, es solo una imagen simplista, iconográfica, falseada y sin el menor
sentido lógico ni rigor histórico.
Demasiados crucificados.
Muchos miles de condenados, antes
y después de la muerte de Jesús, acabaron sus días en el Monte de la Calavera;
precisamente era llamado así por los restos de los condenados que al quedar
clavados hasta su cadaverización, las osamentas solían caer al suelo,
esparciéndose por doquier. La Palestina de aquellos tiempos era un continuo
hervidero de rebeliones y algaradas contra la dominación romana. En las famosas
revueltas de los años 66 al 73 d.C. y otras posteriores, centenares, o quizá
miles de judíos fueron crucificados en ese mismo lugar. La visión de un
Calvario plagado de cruces en forma de “Tau” debió de ser espantosamente
aleccionadora para los revoltosos judíos.
El Templo de Venus.
En el año 132 d.C. el emperador
Adriano, nacido en la antigua Bética (hoy Andalucía) y por lo tanto de origen
hispano, mandó destruir el Gólgota o Monte de la Calavera para levantar en su
lugar un templo dedicado a la diosa Venus (Afrodita, en la iconografía griega),
para lo cual se explanó todo el terreno, se arrancaron los estípites o postes verticales
que quedaran y con toda seguridad fueron quemados o destruidos, al ser
instrumentos de ejecución y muerte, aunque posiblemente los más recientes y en
mejor estado se utilizaran como andamiajes; también se abrieron las zanjas
destinadas a la cimentación para construir ese templo pagano con sus
correspondientes patios, terrazas y
accesos.
Las excavaciones de Helena.
En el año 326 y tras el severo interrogatorio
a los notables judíos, la madre del Emperador mandó destruir el templo y
escarbar en sus cimientos. La posibilidad de hallar solo tres cruces (después de un largo siglo de ejecuciones públicas y miles de
condenados) entra de lleno en el terreno de la más pura fantasía. Incluso los
maderos relativamente recientes que se pudiesen encontrar estarían corrompidos
por tantos años bajo tierra y no digamos nada unas cruces con 3 siglos de
antigüedad. Durante estas excavaciones lo único que Helena pudo encontrar,
seguramente, fueron restos de algunos maderos carcomidos que ella interpretó
como los auténticos; los acontecimientos que dieron lugar a su supuesta
verificación no dejan de ser simples leyendas o fabulaciones y, además,
distintas, según cada fuente narrativa. Por otra parte la absoluta carencia de
rigor arqueológico y de una metodología científica ponen en entredicho su
autenticidad.
Una simple cuestión de fe.
Las creencias de origen
religioso, las leyendas místicas y demás relatos de corte aparentemente
sobrenatural, no precisan en absoluto de
la Ciencia, ni siquiera de la Razón, para ser admitidos como verídicos. La fe
es, precisamente, una creencia ciega (y
a veces fanática) y poco importa la verdad histórica o el dictamen científico
en la inmensa mayoría de los casos. Por lo tanto el “lignun crucis” debe ser considerado como un símbolo iconográfico
con un alto valor religioso para los creyentes y nada más. No existe ninguna
forma objetiva de verificar su autenticidad más allá de la fe, ni aún
estableciendo una antigüedad milenaria por los modernos sistemas de datación,
como el Carbono 14.
Las reliquias, como dijimos al
principio, forman un universo dentro del Cristianismo y parecen ser una parte
consustancial de él, aunque la institución eclesiástica, tan cauta como
siempre, se mantiene aparentemente neutral. La inmensa mayoría de estas
reliquias ni siquiera aparecen mencionadas en los textos evangélicos oficiales,
ni aún en los llamados apócrifos (los no reconocidos por la Iglesia).
Estaríamos hablando del Grial o Cáliz de la última cena, el Sudario de Turín, la
lanza de Longinos o el Sudario de Oviedo, por no mencionar otros más exóticos,
como gotas de leche de la Virgen, el Santo Prepucio del Niño Jesús, cabellos de la barba de Jesucristo, un suspiro de San José ¡o un estornudo del
Espíritu Santo!...algo realmente increíble.
La Cruz de Caravaca-Murcia |
La Edad Media fue una época donde
el mercado de reliquias tuvo un frenético apogeo y recrudecimiento. Todas las
Catedrales, iglesias, santuarios, monasterios, Emperadores, Monarcas, nobles de
alcurnia, grandes comerciantes e incluso simples ciudadanos de a pié quisieron
tener su particular colección de reliquias sacras y ya se sabe que donde hay
demanda existe una abundante oferta. Así, pues, se creó un irreverente comercio
al por mayor que generó inmensas riquezas para los fabricantes y los
especuladores con un buen sentido del marketing, llegándose a fabricar toda
clase de reliquias e incluso a trocear cuerpos de personas consideradas santas
sin el más mínimo pudor, cuando no a multiplicarlas artificiosamente, puesto
que todo servía y era apto para el consumo de esta fiebre oscurantista. Si,
como dicen algunas fuentes, la Iglesia cuenta oficialmente con unos 7.000
santos dentro de su martirologio, la unión de todos los restos humanos atribuidos a ellos compondrían más de 20.000
cuerpos, todo un auténtico récord.
Finalmente y en referencia a la denominada verdadera Cruz, físicamente conservada
en trocitos y astillas, existe una frase famosa, atribuida a Calvino que no
deja de ser bastante significativa. Según este pensador cristiano y protestante
“si se juntaran todos los trozos de
lignun crucis repartidos por el mundo, se podría formar un bosque entero”
Y es que, posiblemente, tuviese
mucha razón.