Esta presunta y aparente vida tras la muerte constituye, básicamente,
el sustento de todas las Religiones, independientemente de su cuerpo dogmático

Dentro de lo que podríamos
definir como el MECANISMO UNIVERSAL de la incipiente etapa evolutiva, observar la propia muerte de sus semejantes, la
descomposición de sus restos y desaparición absoluta ya debió ser un colosal
impacto emocional del que comenzaron a surgir muchas preguntas, sobre todo el
PORQUÉ sucedía y también si tras ese
ciclo vital existía “algo”, otra posible y segunda existencia fuera del ámbito
conocido o, por el contrario, la desaparición física, la muerte, representaba
el final absoluto. En este sentido las
Religiones vinieron, de alguna forma, a ofrecer la respuesta a sus conjeturas proporcionándole una sosegada esperanza de que
su muerte física tan solo podía ser el principio de otra existencia etérea,
inmaterial y sublime, pero ¿esto es así?
Cada religión tiene su
respuesta y, por diferentes que sean unas de otras, todas tienden a paliar la angustia e
inquietud que el ser humano siente ante la certeza de su muerte que, en
definitiva, surge por el temor a lo desconocido. De ahí nació probablemente esa
dualidad cuerpo-espíritu, convirtiéndolo en un ser trascendental que tendría
una segunda etapa cuando finalizase la primera.
Pero al llegar a este punto ignoramos una cuestión fundamental: la
propia naturaleza del espíritu, alma, reencarnación, karma o como proceda
definir según la creencia puramente religiosa e incluso teosófica. Tomemos como
punto de referencia el alma, común en los grandes movimientos religiosos del
mundo. Según ellos es personal, única e intransferible para cualquier ser
humano, entonces cabría formular esta nueva pregunta: si yo no recuerdo
absolutamente nada de una existencia anímica anterior ¿porqué he de tener
consciencia de una existencia futura?
El lugar donde se supone que
van esas almas, que es la parte insustancial del ser físico tras la muerte, se
conoce básicamente como el paraíso, el cielo o un lugar donde todo es paz y
felicidad y donde nos encontraremos con nuestros seres queridos para disfrutar
la eternidad dentro de un fin que no tiene fin. Pero analicemos un momento esta
creencia. Imaginemos que un hombre joven muere a los 30 años dejando un hijo de
apenas dos; imaginemos también que ese hijo que perdió a su padre,
prácticamente sin conocerlo, goza de una excelente longevidad y fallece a los
95 años. La pregunta curiosa que surge
es ¿cómo reconocerá éste a su progenitor en el ansiado paraíso? ¿Cómo un
anciano de esa edad podrá reconocer a su padre, que murió a los 30 años? ¿Y a
sus ancestros, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, a los que ni siquiera vio jamás? ¿Y en qué lugar habitarán y cómo? ¿Y de qué
forma se intercomunicarán entre sí? ¿Y qué sentimientos podrán compartir si no
pudieron desarrollar una convivencia juntos?... Preguntas sin ninguna
respuesta, evidentemente. Por eso
retornamos al principio y volvemos a formular la misma pregunta: ¿EXISTE O NO
EL “MÁS ALLÁ”. Con certeza y a modo individual lo sabremos algún día, cuando nos llegue la hora final,
el momento de traspasar la irreversible frontera o ventana hacia lo
desconocido. Lo peor de todo es no podremos volver para ilustrar a quienes aún
permanecen en esa duda. Por lo tanto la GRAN INCÓGNITA continuará mientras el
ser humano exista.
(Tampoco podría descartarse
que, dentro de uno o dos milenios, los avances de la Física Cuántica no puedan
ofrecer una contundente respuesta) ¿O
quizá no…?