UNA APARICION REAL: EL CASO DE LA MADRE QUE REGRESÓ DEL MÁS ALLÁ EN LAS ÚLTIMAS HORAS DE VIDA DE SU HIJO, CUARENTA AÑOS DESPUÉS DE SU PROPIA MUERTE



(Por expreso deseo de la familia y por respeto a su intimidad, se han alterado fechas, nombres y ubicación geográfica de esta historia que aconteció hace algunos años)

José se encontraba en los últimos momentos de su vida. Desde hacía algunos años ésta se iba deteriorando por unas dolencias de carácter irreversible que la iban apagando como una lamparilla, lenta e inexorablemente. La evolución de su enfermedad y los años hacían presagiar el destino final que a todos los humanos nos aguarda cuando se cumple el ciclo vital de nuestra existencia y el reloj biológico que se puso en marcha en nuestro interior al nacer, llega al límite exacto de su programación. Para que José estuviera atendido las 24 horas del día su familia contrató los servicios de una joven asistenta. Habían decidido sabiamente que cuando llegara su hora moriría en su casa como había manifestado siempre. Poco sentido tenía, en sus condiciones, llevarle a un Hospital o intentar prolongar artificialmente la agonía.
Pocos días antes de que José muriera la joven asistenta que le cuidaba comenzó a sentir unos extraños fenómenos en la vivienda familiar a los que no dio demasiada importancia al principio: pequeños golpes, como pasos, en la habitación superior, que estaba totalmente deshabitada,  leves voces y algunos susurros que parecían gemidos. Incluso unos días antes de producirse el óbito se produjo un curioso y extraño fenómeno. José, que estaba adormecido e incorporado en una camilla, especialmente dispuesta para su acomodo, comenzó a sudar pese a que la temperatura ambiente era muy suave. La joven asistenta marchó un momento a la habitación contigua para traer un paño y secar aquellas gotas de sudor que brotaban de su frente y comenzaban a resbalar como gruesos lagrimones a lo largo de su cara marcada por los surcos que van dejando los años. Cuando regresó, minutos después, José ya tenía el rostro completamente seco y, pese a su estado  semiinconsciente, esbozaba una leve sonrisa. Sobre un butacón junto a la camilla, la joven encontró un blanco pañuelo ligeramente humedecido. ¿Quién había dejado esa prenda allí? Y lo más importante de todo ¿quién le había secado el sudor si no había nadie más en la vivienda y se encontraba ella sola en casa con el anciano, cuidándole justo en esos instantes?

La joven asistenta, de nombre Patricia, era presa de un mar de dudas. Aunque nada había comentado a los hijos y familiares de José, empezó a sentir que algo extraño estaba sucediendo desde hacía algún tiempo. No podían ser mera casualidad aquellos fenómenos que, de vez en cuando, se producían. Aún así guardó un prudente silencio. Sin embargo, la víspera de la muerte del enfermo, Patricia tuvo que vivir uno de los momentos más alucinantes de toda esta increíble historia. Aquel atardecer (José moriría al día siguiente por la mañana) hubo de subir a la habitación a recoger algunas prendas. Fue entonces cuando percibió con absoluta nitidez unos lamentos a sus espaldas, como los apagados gemidos de una mujer que llora en silencio. Se dio la vuelta, asustada, pero nadie había en la habitación, ella era la única persona que había allí en ese momento. Sin embargo, cuando se dio la vuelta para abrir el armario y coger algunas prendas de ropa, entonces pudo ver reflejada en el espejo de un antiguo lavabo que había junto al armario, la silueta de una anciana sentada en una de las sillas que, pañuelo en mano, lloraba amarga y silenciosamente.

Patricia bajó las escaleras presa del pánico, con el semblante pálido por el temor y los ojos desorbitados. Explicó a los familiares de José, que se encontraban en la planta baja en esos momentos, todo cuanto acababa de presenciar; su voz apenas era audible, entrecortada por el miedo que agitaba temblorosamente su cuerpo. La descripción que hizo de aquella figura que había visto reflejada en el espejo causó no menos espanto en los hijos del moribundo. No podía tratarse de otra persona más que de su abuela, que había muerto casi cuarenta años antes. Para intentar salir de dudas mostraron a Patricia la foto de la anciana fallecida y ésta, al verla, dio un grito de terror que congestionó su rostro. “Sí, esta es la señora  que yo he visto arriba en la habitación, lo juro por Dios” dijo mientras se santiguaba.

(Cuando José Luis, el hijo del difunto, me relató la historia unos meses después, no sin ciertas reticencias, la única explicación lógica que pudimos establecer para aquel enigma era la gran dedicación que su abuela había tenido siempre hacia su padre, que fue su único hijo. Posiblemente, ante la muerte inminente de éste, la madre retornó para estar nuevamente junto a él en las horas previas al tránsito a esa otra posible vida tras la muerte o a la entrada en una nueva dimensión en la que, libres ya de las limitaciones del tiempo y el espacio, nos espera todos  tras cruzar la última frontera)