(Por expreso deseo de la familia y por respeto a su intimidad, se han
alterado fechas, nombres y ubicación geográfica de esta historia que aconteció
hace algunos años)
José se encontraba en los
últimos momentos de su vida. Desde hacía algunos años ésta se iba deteriorando
por unas dolencias de carácter irreversible que la iban apagando como una
lamparilla, lenta e inexorablemente. La evolución de su enfermedad y los años
hacían presagiar el destino final que a todos los humanos nos aguarda cuando se
cumple el ciclo vital de nuestra existencia y el reloj biológico que se puso en
marcha en nuestro interior al nacer, llega al límite exacto de su programación.
Para que José estuviera atendido las 24 horas del día su familia contrató los
servicios de una joven asistenta. Habían decidido sabiamente que cuando llegara
su hora moriría en su casa como había manifestado siempre. Poco sentido tenía,
en sus condiciones, llevarle a un Hospital o intentar prolongar artificialmente
la agonía.
Pocos días antes de que José
muriera la joven asistenta que le cuidaba comenzó a sentir unos extraños
fenómenos en la vivienda familiar a los que no dio demasiada importancia al
principio: pequeños golpes, como pasos, en la habitación superior, que estaba
totalmente deshabitada, leves voces y
algunos susurros que parecían gemidos. Incluso unos días antes de producirse el
óbito se produjo un curioso y extraño fenómeno. José, que estaba adormecido e
incorporado en una camilla, especialmente dispuesta para su acomodo, comenzó a
sudar pese a que la temperatura ambiente era muy suave. La joven asistenta
marchó un momento a la habitación contigua para traer un paño y secar aquellas
gotas de sudor que brotaban de su frente y comenzaban a resbalar como gruesos
lagrimones a lo largo de su cara marcada por los surcos que van dejando los
años. Cuando regresó, minutos después, José ya tenía el rostro completamente seco
y, pese a su estado semiinconsciente,
esbozaba una leve sonrisa. Sobre un butacón junto a la camilla, la joven
encontró un blanco pañuelo ligeramente humedecido. ¿Quién había dejado esa
prenda allí? Y lo más importante de todo ¿quién le había secado el sudor si no
había nadie más en la vivienda y se encontraba ella sola en casa con el anciano,
cuidándole justo en esos instantes?
La joven asistenta, de nombre
Patricia, era presa de un mar de dudas. Aunque nada había comentado a los hijos
y familiares de José, empezó a sentir que algo extraño estaba sucediendo desde
hacía algún tiempo. No podían ser mera casualidad aquellos fenómenos que, de
vez en cuando, se producían. Aún así guardó un prudente silencio. Sin embargo,
la víspera de la muerte del enfermo, Patricia tuvo que vivir uno de los
momentos más alucinantes de toda esta increíble historia. Aquel atardecer (José
moriría al día siguiente por la mañana) hubo de subir a la habitación a recoger
algunas prendas. Fue entonces cuando percibió con absoluta nitidez unos
lamentos a sus espaldas, como los apagados gemidos de una mujer que llora en
silencio. Se dio la vuelta, asustada, pero nadie había en la habitación, ella
era la única persona que había allí en ese momento. Sin embargo, cuando se dio
la vuelta para abrir el armario y coger algunas prendas de ropa, entonces pudo
ver reflejada en el espejo de un antiguo lavabo que había junto al armario, la
silueta de una anciana sentada en una de las sillas que, pañuelo en mano,
lloraba amarga y silenciosamente.
Patricia bajó las escaleras
presa del pánico, con el semblante pálido por el temor y los ojos desorbitados.
Explicó a los familiares de José, que se encontraban en la planta baja en esos
momentos, todo cuanto acababa de presenciar; su voz apenas era audible,
entrecortada por el miedo que agitaba temblorosamente su cuerpo. La descripción
que hizo de aquella figura que había visto reflejada en el espejo causó no
menos espanto en los hijos del moribundo. No podía tratarse de otra persona más
que de su abuela, que había muerto casi cuarenta años antes. Para intentar
salir de dudas mostraron a Patricia la foto de la anciana fallecida y ésta, al
verla, dio un grito de terror que congestionó su rostro. “Sí, esta es la
señora que yo he visto arriba en la
habitación, lo juro por Dios” dijo mientras se santiguaba.
(Cuando José Luis, el hijo del difunto, me relató la historia unos
meses después, no sin ciertas reticencias, la única explicación lógica que pudimos
establecer para aquel enigma era la gran dedicación que su abuela había tenido
siempre hacia su padre, que fue su único hijo. Posiblemente, ante la muerte
inminente de éste, la madre retornó para estar nuevamente junto a él en las
horas previas al tránsito a esa otra posible vida tras la muerte o a la entrada
en una nueva dimensión en la que, libres ya de las limitaciones del tiempo y el
espacio, nos espera todos tras cruzar la
última frontera)