CAPÍTULO 3º: UN ENTIERRO EN LA MADRUGADA

A principios de los años 30

Pablo y Rosalía esperaban su primer hijo aunque hacía ya siete años que estaban casados. Unieron sus vidas por amor pese a la oposición del padre de él, que jamás estuvo de acuerdo con aquel matrimonio. Tomás nunca aceptó a Rosalía y siempre la despreció porque procedía de una familia muy humilde, sin bienes ni patrimonio, y mantuvo férreamente su postura pese a que los futuros suegros del hijo eran personas muy queridas en el vecindario por su bondad y honradez. Sin embargo él pretendía que Pablo contrajera matrimonio con otra joven, poco agraciada físicamente, pero hija única de un hacendado amigo suyo que poseía muchas tierras y una desahogada posición económica. La rotunda negativa del joven a casarse por interés con una persona que no amaba, enfureció a Tomás, hasta el punto de no asistir a su boda ni entregarle la más mínima dote económica. En adelante Pablo debería subsistir a expensas de su trabajo en un taller de carpintería viviendo en una humilde casa de alquiler a las afueras del pueblo. Prácticamente estaba desheredado y hubo de soportar duras etapas que rozaban la más absoluta pobreza, mientras su ascendiente tenía una holgada posición  ¡Ah, si mi madre viviera! pensó para sí muchas veces, pero ésta había muerto cuando él era muy pequeño.



Varios años después de la celebración del matrimonio murieron los padres de Rosalía con apenas ocho meses de diferencia. Por último falleció Tomás, tras una larga enfermedad. Hasta el último momento se negó a reconciliarse con el hijo pese a que éste sentía un profundo cariño por su padre y sufría en silencio su desdén. En muchas ocasiones intentó acercarse a su progenitor, hacer las paces y superar aquella anómala relación, pero Tomás se negaba una y otra vez y ni siquiera la mediación del párroco logró disuadirle para que le perdonara; siempre consideró una ofensa imperdonable que no aceptase los planes de boda que tenía para él. A los dos años de su muerte, Rosalía quedó encinta y Pablo decidió que si su primogénito era un varón le llamaría Tomás, en recuerdo de su padre por el que aún sentía un gran afecto, pese a las tormentosas relaciones de antaño y a la negativa de éste a normalizar las relaciones familiares.

El embarazo de Rosalía fue difícil; la pobreza en que vivía, las privaciones y el íntimo sufrimiento por su precaria situación, habían mermado su estado de salud que se complicó a causa de unas fiebres que tardaron algún tiempo en remitir. La asistencia médica en aquellos años inmediatamente anteriores a la proclamación de la República dejaba mucho que desear, especialmente en las zonas rurales. Los hospitales quedaban lejos y eran un lujo inalcanzable para las personas humildes; los pocos médicos que podían atender a los enfermos no siempre estaban disponibles por el agobio de trabajo y los escasos medios que tenían para cubrir los desplazamientos por aquel laberinto de senderos y caminos de la huerta. Por esta razón las gentes humildes recurrían a la medicina casera, a curanderos y sanadores, muchos de ellos vulgares charlatanes que recetaban simples placebos y algunas pócimas que apenas paliaban las dolencias.

 A mediados de enero de 1931 Rosalía estaba a punto de dar a luz. Aquella noche, al comenzar los primeros síntomas del parto, Pablo marchó hacia el pueblo para buscar a la vieja comadrona mientras su esposa quedaba al cuidado de una vecina. La noche era fría y presagiaba tormenta. Cuando volvió a casa, la parturienta ya había roto aguas, mientras se quejaba de fuertes dolores. Tras media hora de laboriosos esfuerzos nació el niño aunque desgraciadamente vino al mundo ya muerto. Fue un duro golpe para todos y las lágrimas de alegría se trocaron en lágrimas de tristeza por la pérdida del malogrado primogénito. La costumbre de la época era enterrarlo esa misma noche, de forma casi secreta, puesto que al nacer muerto y no recibir el bautismo no podía ser sepultado oficialmente por el rito cristiano. Pablo se dispuso a llevar el cuerpecito inánime de su hijo, profundamente consternado y envuelto en un diminuto sudario, al cementerio parroquial con la pretensión de enterrarlo en la tumba de su padre. Excavaría un pequeño agujero en la tierra y en él depositaria al neonato fallecido. Pero he aquí que Rosalía, aún dentro de su profundo dolor, le pidió a su esposo que le sepultara en la tumba de sus padres.

 --Recuerda Pablo la ilusión que tenían mis padres con su primer nieto, al que no han podido conocer –suspiró entre lágrimas- Por favor, entiérrale junto con ellos…

--Rosalía, por respeto a mi padre, quiero que nuestro hijo sea enterrado en su tumba.

--Pero tu padre nunca quiso saber nada de nosotros. ¡Nos abandonó a nuestra suerte, nos dejó en la miseria….! –protestó ella con vehemencia.

--Aún así es mi deber y aunque no podré bautizarlo con su nombre, al menos quiero que descanse junto a él.

Carolina lloró en silencio y no volvió a discutir la decisión del esposo, pese a que íntimamente creyera que su hijo merecía descansar junto a sus abuelos maternos, que tanto les habían ayudado. Pablo llegó al cementerio ya pasada la media noche. El cielo era tormentoso y en el horizonte se dibujaban lejanos relámpagos. Saltó la tapia y penetró en él; la tumba de su padre estaba en uno de los ángulos del camposanto, junto a unos cipreses y destacaba entre todas por la blanca cruz de mármol que se alzaba sobre el montículo de tierra. Pablo dejó el pequeño sudario y comenzó a excavar un hueco de apenas medio metro de profundidad que sería suficiente. Pero he aquí que cuando estaba a punto de sepultar al hijo muerto, le pareció distinguir dos formas de apariencia humana que se acercaban lentamente. Parecían dos misteriosos entes sin rostro que se movían como si flotaran sobre las tumbas de negras cruces metálicas. En ese instante sintió una indescriptible sensación de pánico y salió corriendo, abandonando el pequeño cadáver junto al hueco recién abierto. Su corazón latía con fuerza y parecía que iba a reventar dentro del pecho. Quedó agazapado entre los árboles de un huerto próximo, intentando serenarse mientras un sudor frío empapaba su frente. ¿Quiénes eran aquellos misteriosos seres que vagaban en la lúgubre soledad, como flotando sobre las tumbas silenciosas? ¿Eran seres humanos… o fantasmas?


Su cabeza estaba hecha un lío, no creía en esas historias que muchas veces había escuchado, pero sus ojos no le habían engañado: pudo ver perfectamente a dos espectros acercarse a la tumba y aquellas misteriosas formas no podían ser de naturaleza humana… Permaneció escondido un breve espacio de tiempo que le pareció eterno. Luego, armándose de valor, desgajó la rama de un árbol a modo de defensa y volvió a entrar en el cementerio. Las piernas le temblaban mientras aspiraba profundas bocanadas de aire. Quería sobreponerse con valentía aunque era difícil permanecer sereno. Llegó, por fin, junto a la tumba de su padre. Allí estaba el hueco que acababa de abrir, pero el pequeño sudario no aparecía por ningún lado. ¿Dónde estaba…? ¿Había sido robado? ¿Por quién…?

La indecisión le mantenía paralizado. Oteó con la mirada a su alrededor pero no había nadie, tan solo ese indescriptible silencio que tienen los camposantos a medianoche. Con paso temeroso y vacilante se acercó hasta la tumba de sus suegros, cruzando el cementerio de lado a lado. Y allí, sobre ella, apareció el blanco envoltorio de tela que contenía el cuerpecito de su hijo. Pronto comprendió el simbolismo de aquel mensaje mientras recordaba las palabras de Rosalía y la luz del entendimiento se abrió paso en las tinieblas de su ignorancia. Apresuradamente cavó con sus propias manos un nuevo pozo en la tierra y depositó el diminuto cadáver en ella, lo cubrió y abandonó rápidamente aquel lugar sin volver la vista atrás. Apenas había caminado unos pasos cuando un fuerte relámpago incendió de misteriosas luces el entorno y sintió como se electrizaba todo.

 Poco después, tras el bramido del trueno que restalló con fuerza en la bóveda celeste, retornó el silencio. Un silencio espeso. Y una quietud impresionante.