CAPITULO 5º: ENCUENTROS CON LA MUJER DE NEGRO

¿Pudo una niña de un año y medio guardar en su memoria la imagen de la madre muerta?

Ya habían transcurrido casi 70 años desde aquella singular experiencia vivida por Araceli en su niñez cuando, gracias a la colaboración de uno de sus sobrinos, se decidió a relatarnos el caso que vivió a la temprana edad de 7 años y aún se emocionaba al recordar los detalles de tan enigmático episodio. En su momento muy pocas personas del entorno familiar creyeron la historia, a excepción de su abuela Isabel, que quedó hondamente impresionada y perpleja después de escuchar el relato de su nieta: la descripción y los detalles ofrecidos por la niña eran tan reales que difícilmente podían ser fruto de la fantasía infantil o de su propia imaginación. Así nos contó el suceso que hemos dramatizado literariamente para que el lector juzgue la posible veracidad de esta historia que ocurrió, como tantas otras que narramos, en los primeros años de la posguerra. Araceli nunca llegó a conocer a su padre porque éste abandonó el hogar cuando ella estaba casi a punto de nacer; contaba su familia que marchó a Barcelona con un compañero en busca de trabajo. Estando en la ciudad condal le sorprendió la guerra civil y ahí se perdió su rastro; es posible que muriera durante el conflicto o quizá pudo sobrevivir y marchó al exilio como tantos españoles de entonces.


Este caso de abandono familiar no era el único que aconteció en esos lejanos tiempos de penuria, hambre y miseria, con un alto índice de mortalidad entre la población adulta e infantil y con tantas familias rotas por la guerra y las consecuencias derivadas de ella. Araceli vivió con Carolina, su madre, hasta que ésta enfermó gravemente de tuberculosis y murió poco después cuando ella tenía poco más de año y medio; aquella severa enfermedad, tan común en la época, causó verdaderos estragos a lo largo y ancho del país. La pequeña quedó a cargo de su abuela Isabel y de una tía soltera, Mercedes, que cuidaron de ella e intentaron paliar con su cariño la ausencia de los progenitores; se crió como cualquier niña normal, pese a su orfandad, creciendo sana y fuerte y apenas notó la ausencia de su progenitora por su corta edad. En su memoria la semblanza maternal quedó, probablemente, como una imagen abstracta e indefinida. La abuela Isabel junto con Mercedes y la pequeña Araceli habitaban una casa de la huerta, cerca de uno de los muchos pueblos que se levantan en las cercanías del cinturón urbano de Murcia, en plena Vega Media del Segura.

 Como cada tarde al salir de la escuela y después de la parca merienda, un reducido grupo de niños y niñas que vivían en los alrededores jugaban hasta el atardecer en las inmediaciones de la casa familiar, en un solar rodeado de frondosos huertos donde la incipiente primavera comenzaba a reverdecer los frutales y vestía de azahar la tupida espesura de naranjos y limoneros. Jugaban a las casitas, saltaban a la “comba” o al clásico escondite; otras veces las niñas se entretenían con sus muñecas de trapo mientras los niños convertían pequeños manojos de cañas en imaginarios corceles de batalla. A los pocos meses de cumplir 7 años Araceli empezó a comportarse de manera extraña: se apartaba del grupo de amigos y marchaba sola hacia el centro del huerto donde quedaba embelesada frente a un hermoso ejemplar de ciprés, mientras los demás niños correteaban en sus juegos infantiles; en ocasiones parecía como si hablara al tronco de aquel árbol. Las niñas lo comentaban entre sí, aunque sin darle mayor importancia. La noticia llegó a oídos de Isabel y al principio imaginó que se trataba de algún nuevo juego puesto que Araceli era una niña muy imaginativa e inteligente para su edad, pero comenzó a alarmarse cuando descubrió que la pequeña visitaba las inmediaciones del ciprés con relativa frecuencia y su comportamiento, a veces, era taciturno y reservado.

 ¿Qué había en aquel lugar que tanto despertaba la atención de su nieta? ¿Por qué razón abandonaba los juegos para hablar con aquel árbol? Imaginó mil cosas y ninguna buena. Por fin una tarde, a finales de mayo, decidió despejar todas las incógnitas y, simulando coger hierba para los animales domésticos, se adentró sola en los huertos con la intención de espiar a su nieta; disimuladamente llegó hasta las inmediaciones del árbol mientras los pequeños jugueteaban en el solar, ajenos a todo y acostumbrados ya a las ausencias de su amiga. La escena que vivió Isabel, escondida entre los naranjos, la dejó perpleja: Araceli hablaba al ciprés como si fuese una persona. Parecía contestar a muchas preguntas respondiendo frases como “estoy bien”, “hoy he aprendido una canción en la escuela”, “la abuela Isabel me quiere mucho” o “¿por qué lloras?”. ¿Qué sentido tenía aquel misterioso diálogo frente al esbelto árbol? ¿Estaba la pequeña Araceli perdiendo la razón? ¿Por qué ese extraño comportamiento? Estuvo algún tiempo confusa y hondamente preocupada; no quería comentar nada a nadie, ni siquiera a su hija, pero guardar silencio ante la actitud de su nieta o ignorar lo que estaba pasando no era, imaginó para sí, la mejor forma de despejar la incertidumbre que tanto le agobiaba; finalmente, se lo contó a Mercedes con todo detalle.

Un anochecer ambas mujeres decidieron interrogar sutilmente a la niña; era invierno y estaban ante el fuego de la chimenea. Comenzaron a plantear el asunto utilizando muchas argucias y subterfugios. La pequeña Araceli, al principio, era reacia a contar nada, pero poco a poco fue cediendo su reticencia y acabó por hablar del motivo de su visita a las cercanías del árbol. Dijo que muchas tardes aparecía junto a él una señora vestida de negro, muy guapa y simpática, que quería ser su amiga. Le hablaba con voz dulce y suave y le aconsejaba que estudiara mucho, que obedeciera a la abuela, que fuese muy buena y obediente con todos. Si lo hacía así, ella vendría a visitarla muchas veces y algún día le diría quién era. La historia de Araceli parecía increíble. ¿Cómo era posible que una señora vestida de negro la visitara, si nunca la habían visto merodeando por aquel lugar? ¿Era un ente real o ficticio? Aquel relato, pensaron ambas en un principio, solo podía ser producto de su imaginación. Una vez superados los primeros momentos de incertidumbre, Isabel optó por un interrogatorio más sutil y comenzó a preguntarle detalles de la misteriosa mujer de negro: cómo era, qué aspecto tenía, qué le decía o si se parecía a alguien que la niña recordara.

La minuciosa descripción que Araceli ofreció a la abuela y a su tía Mercedes sobre la enigmática mujer dejó a ambas con la sangre helada en las venas: todos los detalles relatados por la pequeña solo podían corresponder a la semblanza de Carolina, su verdadera madre. Los detalles precisos que había dado del color de sus ojos, de su peinado, del lunar que tenía sobre el labio superior y el medallón que llevaba al cuello no podía ser una invención de la niña. Era imposible que, sin saberlo, pudiese haber recordado a la madre muerta tras cinco largos años después de su muerte, ni que pudiera conservar esta imagen en su memoria si aún no tenía dos años desde que quedó huérfana.

 (Los encuentros con la misteriosa señora de negro se prolongaron unos meses más hasta el día en que Araceli hizo su primera comunión; aquella mañana, al volver de la iglesia, la vio por última vez. La misteriosa mujer le dijo que a partir de ese momento no volvería más junto al ciprés y le pidió que la tuviera siempre en su memoria. Le susurró con su voz cálida: “Araceli, recuerda siempre a mamá”. La visión se difuminó, sonriendo dulcemente, de la misma forma que se disipan las sombras de la noche ante un luminoso amanecer)