CAPÍTULO 6º: ¿UNA MUERTE ANUNCIADA? (EL SOLDADO QUE NUNCA REGRESÓ)

En un pueblo cerca de Murcia. 
A finales de diciembre de 1938 

 La familia de María se preparaba para cenar aquella fría noche de 1938. Ella y sus hijos habían estado toda la tarde merodeando por los huertos de los alrededores del pueblo y junto a la ribera del río intentando buscar un poco de leña con que prender la vieja chimenea de adobes para mitigar el frío que en esos días era insoportable y, al mismo tiempo, intentar encontrar algo comestible haciendo trueque de ropa y algunos enseres con alguna familia huertana, dada la hambruna propia de estos últimos tiempos de la guerra. Sus cuerpos enjutos, mortificados por el hambre y las privaciones, acusaban aún más los rigores del invierno. En una olla de barro, puesta sobre las brasas, intentaban completar la cocción de unas humildes patatas hervidas y unas cebollas que serían, junto a media hogaza de pan de centeno, todo el menú con el que una familia de cinco miembros despediría el penúltimo año de guerra. Aquel 30 de diciembre, víspera de Nochevieja, sería un día más, como cualquier otro. Una noche de hambre y desaliento, tristeza y desesperanza.


 Se reunieron en torno a la tosca mesa de madera para cenar. María no podía apartar de su mente el recuerdo de uno de sus hijos, Juan Francisco, que se encontraba luchando como tantos cientos miles de jóvenes españoles en uno u otro bando, regando con su sangre los campos de España. Unas silenciosas lágrimas surcaron su rostro prematuramente envejecido mientras los recuerdos acentuaban la emoción que en esos momentos embargaba su corazón. Tomaron aquella escasa cena en medio de un silencio casi sepulcral a la luz de un viejo candil que iluminaba pobremente la estancia. De pronto, súbitamente, la llama se apagó y un viejo retrato de familia cayó al suelo en medio de la oscuridad, apenas iluminada por la pobre lumbre de la chimenea. Cuando lograron encender de nuevo el candil, recogieron la fotografía que se había desprendido de la pared y he aquí que el cristal, al hacerse añicos, solo destrozó el rostro del hijo ausente, dejándolo casi irreconocible. María guardó la foto y los restos del marco de madera en el cajón de una vieja cómoda; cuando todo acabase intentaría recuperar aquella entrañable imagen familiar. Apenas pudo descansar esa noche; solo dormitó algunas horas, mientras sus recuerdos, inevitablemente, eran para el hijo ausente. Hubo un momento en que sintió como si alguien, suavemente, besara su mejilla. ¿Fue un sueño… o un hecho real?

Pasaron los meses y acabó la guerra cuando ya la incipiente primavera comenzaba a reverdecer el paisaje y callaban los cañones después de tres años de enfrentamiento civil. El 1º de abril los vencedores anunciaban oficialmente el final de la contienda y España se dispuso a vivir una nueva etapa de su Historia que la mantendría bajo un régimen dictatorial durante cuatro largas décadas. Los jóvenes del pueblo que habían sido movilizados regresaron del frente en los meses siguientes, tras haber sido depurados en campos de concentración abiertos por los nacionalistas. Muchos volvieron para reencontrarse con sus familias, pero Juan Francisco y otros no retornaron jamás. Ningún organismo del Ejército Popular republicano comunicó oficialmente su muerte a las familias; todo eran cábalas y suposiciones, anhelos y esperanza de que hubiesen podido huir a Francia o estuviesen aún detenidos en cualquier cárcel franquista, esperando su liberación. Pero también debían aceptar la cruel posibilidad de que hubieran caído en alguno de los muchos frentes de batalla donde sucumbieron tantos españoles de ambos bandos. María se aferraba a la idea de que en cualquier momento, quizá cuando menos lo esperase, viera aparecer al hijo perdido para poder abrazarle y superar así el más doloroso capítulo de su vida. Pero aquel ansiado regreso se postergaba día tras día, mes a mes, año tras año. Pasaba interminables horas aguardando en la puerta, mirando hacia el fondo de la callejuela con el corazón en un puño, presa de la ansiedad, esperando verle aparecer, pero su hijo ausente jamás regresó. Ella moriría dos décadas después sin volver a verle.

 Hacia mediados de 1940 un vecino del pueblo llamado Fernando, muy amigo de Juan Francisco, se encontraba aún en prisión acusado del clásico delito de “auxilio a la rebelión”, cínicamente impuesto por quienes se habían rebelado contra el poder legítimamente establecido. Cumplía condena por haber tenido alguna responsabilidad de mando; hacía régimen de patio y pronto entabló amistad con otro recluso de origen catalán que estaba detenido en el mismo establecimiento. Al preguntarle éste en qué lugar de Murcia vivía y mencionarle el pueblo del que era natural, le confesó que había conocido a un paisano suyo y por la descripción dada era, sin duda alguna, su amigo Juan Francisco. Le contó también cómo había muerto y en qué circunstancias. Jaume, que así se llamaba el soldado catalán, estaba en la misma unidad del Ejército Popular donde Juan Francisco servía como soldado. Habían tomado parte en muchos combates, habían sufrido algunas heridas, pero hasta ese momento lograron sobrevivir. En los últimos meses de la guerra cundía el caos en las filas del Ejército Popular; un sentimiento de derrota se había apoderado del ánimo de todos los combatientes republicanos que comenzaban a percibir la inminente victoria de sus enemigos. Todo sugería que al acercarse las tropas franquistas a Barcelona, éste y un amigo suyo pidieron permiso a un oficial de milicias de su Unidad para ir hasta la ciudad y rescatar a sus novias, milicianas de la CNT-FAI, antes que los fascistas la ocuparan. Marchaban mezclados con muchos grupos de refugiados que desde tierras tarraconenses se dirigían apresuradamente hacia la frontera francesa, huyendo de los desmanes que las huestes del ejército nacional cometían contra los vencidos. Juan Francisco y su amigo, cabo de carabineros, cometieron la imprudencia de no ocultar sus uniformes. Poco antes de llegar a la capital catalana fueron detenidos por agentes del temido S.I.M. (el Servicio de Inteligencia Militar republicano, de nefasto recuerdo) Ambos soldados fueron considerados desertores, conducidos a una Brigada de esta fuerza paramilitar y ejecutados poco después sin formación de causa. Pero lo más sorprendente de todo era la coincidencia de fechas, puesto que Juan Francisco fue fusilado junto a su compañero y tres personas más ¡¡ justo a las 10 de la noche del 30 de diciembre de 1938, el mismo día y a la misma hora que, en su casa de Murcia, se apagaba inesperadamente la luz del candil y la foto familiar caía de la pared al suelo, destrozando los cristales su imagen !!

¿Coincidencia? ¿Presagio de muerte? ¿Anuncio sobrenatural? Nunca se ha podido establecer si aquel misterioso acontecimiento fue una premonición o una simple casualidad, pero sus hermanos siempre tuvieron en su memoria el presentimiento de que el extraño suceso de aquella noche, el apagón de luz y la rotura del cuadro que lastimó solo la imagen del hermano, había sido una enigmática señal que relacionaba ambos acontecimientos. Y con esta creencia vivieron hasta que uno a uno fueron muriendo, no sin antes relatar a sus descendientes aquel inexplicable episodio.