CAPÍTULO 7º: LOS NIÑOS DE LA MADRUGADA

Dos pequeños seres luminosos acompañaron 
a aquella anciana hasta su casa 

A la protagonista de esa singular historia la conocimos personalmente, aunque ya era una mujer muy mayor que andaba los últimos tramos de ese camino que es la vida. Aún recuerdo su rostro siempre aureolado de una serena tristeza, como el de todas esas personas que arrastran los más dolorosos recuerdos de una vida plagada de sinsabores con gran resignación. Sara, que así se llamaba la protagonista de este relato, quedó viuda muy joven con un hijo prácticamente recién nacido al que hubo de sacar adelante en unos tiempos difíciles y sin apenas ayuda. Ella, según cuentan quienes la conocieron de cerca, era una mujer muy religiosa y de gran bondad, una de esas personas que dan vivo testimonio de sus convicciones con hechos y no con la hipócrita despreocupación de aquellas otras que suelen utilizar la religión como un escudo para esconder lo más inconfesable de su personalidad.


 La bondad de su carácter, su afabilidad y sus valores humanos eran tan conocidos y evidentes que durante el trágico período de la guerra civil, que en Murcia se vivió en la zona republicana, fue respetada incluso por aquellos revolucionarios que campaban a sus anchas o formaban parte de los comités locales del Frente Popular. Nadie la molestó lo más mínimo pese a sus arraigadas convicciones, porque conocían su bondad y dedicación a la causa de los más desfavorecidos. Era muy hondo el respeto que todo el mundo sentía por ella. Visitaba a las personas enfermas, les daba consuelo y apoyo, limpiaba sus casas cuando habían de guardar reposo y cuidaba de los pequeños como si de sus propios hijos se tratase. Todos la querían por sus valores humanos que ponía de manifiesto sin importar las creencias o ideología de las personas a las que ayudaba. Al poco de acabar la guerra civil el hambre y las enfermedades causaron verdaderos estragos entre la población y los testimonios de quienes vivieron aquella oscura época aseguran que la hambruna de principios de los años 40 fue peor que incluso durante la propia contienda. De todas las enfermedades que azotaron en la posguerra la tuberculosis fue, quizá, la que más muertes causó; ésta se transmitía por contacto directo con los enfermos que contagiaban a personas sanas y éstas a su vez a otras, completándose así una peligrosa cadena de transmisión. Medicamentos como la estreptomicina, muy eficaz para combatir la enfermedad, no estaban al alcance de las capas más bajas de la sociedad por lo que la gente moría sin la debida asistencia. Muchas familias perdieron a varios miembros por esta causa y abundaban los casos de niños huérfanos que perdían a sus padres, madres, o ambos a la vez.

Sara acudió una tarde a casa de una joven viuda, hija de una amiga ya fallecida. La enferma había perdido a su marido luchando en el frente y tenía cinco hijos, el mayor de ellos de solo 14 años. El panorama de aquella casa era desolador, con la madre en la cama, tosiendo sin cesar, arrojando esputos de sangre y con una debilidad extrema. Sara lo organizó todo de la mejor manera que pudo: aseó a los niños, les preparó la cena, pobre y escasa dada la escasez de aquellos tiempos, lavó la ropa, limpió los enseres y remendó las míseras ropas que parecían harapos. Una vez hubo acostado a los niños quedó al cuidado de la enferma hasta que, al filo de la madrugada, llegó un familiar que solía pernoctar todas las noches y se hacía cargo de la difícil situación. Ella se despidió de la enferma, llamada Carmen, y se dispuso a regresar al pueblo, no sin antes prometerle que volvería todas las veces que fuese menester para aliviar en lo posible la triste realidad de aquella familia desestructurada. Cuando abandonó la vivienda y salió al exterior, las sombras de una noche cerrada hacían muy difícil distinguir el sendero por el que habría de regresar; sus ojos cansados y una severa miopía progresiva le impedían ver su trazado por lo que un solo paso en falso significaría caer a la acequia que discurría paralela o sufrir una herida al golpearse contra cualquier obstáculo. Comenzó a caminar lentamente, tanteando el suelo con la rama de un árbol que intentó usar como bastón, pero aún así su andar era muy lento y peligroso; dar un traspié y perder el equilibrio era una posibilidad real. Alzó sus ojos al cielo profundo, tenebrosamente oscuro, y musitó una oración en voz baja. Apenas había avanzado unas decenas de metros cuando, al doblar el recodo del sendero, aparecieron dos figuras que ella describió como dos niños luminosos que tenían el cabello rubio y vestían unos sayos de un blanco inmaculado, unos ropajes que irradiaban una extraña claridad, la suficiente para que el estrecho camino se apreciara perfectamente. Uno de ellos la miró sonriendo y la cogió de la mano mientras el otro, que parecía flotar, se situó a sus espaldas. Los misteriosos infantes no emitían voces o sonido alguno, aunque ella creyó escuchar frases tranquilizadoras como: “nosotros te acompañaremos a tu casa” o “no temas, estamos aquí para ayudarte”.

Cuando Sara, guiada por los niños de la luz, llegó a la puerta de su vivienda, cogió la llave y se dispuso a abrirla. Pensó en qué regalo podría ofrecer a esos pequeños que la habían acompañado y recordó que tenía un poco de fruta en un cesto de mimbre; abrió la puerta y encendió la única bombilla eléctrica que iluminaba pobremente toda la casa, pero cuando se volvió para invitarles a pasar y preguntarles quiénes eran, habían desaparecido inexplicablemente y no había el menor rastro de ellos. Quedó sumida en una gran perplejidad ¿Quiénes eran aquellos pequeños que con tanta amabilidad la habían acompañado a casa? ¿Porqué sus ropajes brillaban tanto? ¿De dónde habían salido? Un vecino que regresaba al pueblo desde el molino por el otro extremo de la calle, tras una larga jornada de trabajo, se extrañó al ver a Sara a esas horas de la madrugada. Ella le explicó todo lo que acababa de sucederle y este hombre, con una benévola sonrisa, le dijo que probablemente Sara lo había imaginado todo, puesto que cuando él la vio aparecer andando por la calle caminaba sola, sin nadie que la acompañase. Estas palabras aumentaron su confusión. Nunca más volvió a ver a aquellos dos niños. Carmen, a la que visitó en varias ocasiones más, sobre todo por la tarde, murió poco después víctima de su enfermedad y en el recuerdo de Sara quedó impreso hasta el final de sus días la misteriosa semblanza de aquellos dos seres luminosos que tan gentilmente alumbraron su caminar entre las brumas de una noche plagada de impenetrables sombras.

 (En la época en que investigamos este caso, el hombre que había trabajado en el molino aún vivía y recordaba muchos detalles de este suceso. Dijo que Sara estaba muy confusa aquella madrugada y que hablaba de unos niños que la habían traído hasta la puerta de su casa, aunque él recordaba haberla visto caminar sola, sin nadie a su alrededor, desde que apareciera por el fondo de la calle. Aseguró que posiblemente en esa época ella sufriera ya algún tipo de alucinación por su edad, pese a que advirtió una gran sinceridad en sus palabras)