CAPÍTULO 9º: EL ENIGMÁTICO VIAJE DE AGUSTÍN

¿Cómo es posible que este joven pudiese hablar con Simón,
 que había muerto ya cuando él ni siquiera había nacido? 

En aquel mes de junio de 1964 hubo algunos días extremadamente calurosos. Durante una de esas jornadas que parecían de pleno verano, un grupo de mozalbetes marcharon al río y se dieron el primer baño de la temporada, pese a que el agua estaba aún bastante fría. Se zambulleron en el cauce y estuvieron un buen rato nadando en esta parte del Segura. Agustín, que acababa de cumplir 16 años, fue uno de ellos; jugueteó con sus amigos saltando desde los mimbrales, nadando a contracorriente, dándose chapuzones, haciendo competiciones a nado y las locuras propias de adolescentes. Luego, tras el baño, fueron a un huerto de las cercanías para comer albaricoques. Posiblemente a causa del baño o la ingesta de esta fruta, aún verde y muy ácida, y posiblemente fumigada, el joven Agustín tuvo que guardar cama durante una larga semana, aquejado de fiebre y dolores de estómago que remitieron poco a poco. Una mañana, ya prácticamente restablecido, pudo abandonar el lecho y salió a dar un corto paseo, cercano el mediodía. Estaba débil por la rigurosa dieta alimenticia y, a veces, sentía leves mareos pero continuó andando puesto que el día era espléndido y luminoso y se sentía bien recorriendo aquellos parajes naturales que ya tenían la vegetación estival en plena sazón.



 Se cruzó con unos amigos que llevaban unas carabinas de aire comprimido y les acompañó durante un buen trecho en dirección hacia las motas del río. Luego éstos se despidieron y él marchó hacia una pequeña finca que su familia tenía junto a uno de los muchos meandros del Segura. Estaba ya cerca de ella cuando sintió un vértigo repentino. Tuvo que poyarse a un árbol para no perder el equilibrio, aunque dobló la rodilla y se sentó junto al tronco de una morera, entre la hierba. Debió estar inconsciente solo unos segundos y advirtió que la vista se le nublaba. Apenas se había recuperado cuando, al abrir de nuevo los ojos, sintió una extrañada sensación ¿Dónde estaba? El paisaje le era familiar pero todo había cambiado; frente a él había unos álamos que él no recordaba haber visto nunca y los huertos circundantes parecían más frondosos. Poco a poco se percató de que estaba junto al mismo sendero por el que iba caminando, pero éste parecía un poco más ancho, estaba ribeteado de hierba abundante y una cercana casita de aperos había desaparecido misteriosamente. Aún presa de la incertidumbre escuchó hablar a alguien a sus espaldas.

 --¿Qué te pasa, muchacho? –le preguntó esta voz desconocida.

 Agustín giró la cabeza y se encontró frente a un hombre de mediana edad que vestía el clásico blusón huertano y llevaba una azada en la mano. Aquel labrador de tez morena, barba de varios días y sombrero de paja, le era totalmente desconocido. Nunca le había visto antes, pese a que solía pasar por ese sendero bastante a menudo y prácticamente conocía a todos los moradores del lugar. El huertano le examinó con la mirada y en su expresión había también una cierta perplejidad; miraba sus ropas con cierta extrañeza, especialmente el reloj que llevaba en la muñeca, aunque se abstuvo de hacer el más mínimo comentario. Luego le hizo una pregunta: 

--Has sufrido un mareo ¿verdad? Espera, que te traeré un poco de agua! –dijo el desconocido, marchando hacia el interior del frondoso huerto. 

En ese momento otro breve aturdimiento le hizo cerrar los ojos y sintió como si se fuese a desmayar. Solo duró un breve espacio de tiempo mientras creyó escuchar un fuerte zumbido envolvente. Después abrió los ojos y el paisaje parecía temblar en un mar de vapores blancos, como ocurre los días de mucho calor. Transcurrieron unos segundos hasta que las imágenes dejaron de vibrar. Agustín se frotó los ojos. Estaba otra vez en el mismo sitio y ahora todo cuanto le rodeaba era perfectamente identificable: los árboles, el sendero, la casita de aperos… Continuó andando hacia su finca e imaginó que todo había sido como un breve sueño o una visión sin sentido. No contó nada de esta extraña experiencia a sus familiares, ni aún a sus amigos más íntimos. 

Casi un año después, Agustín acompañó a su abuela hasta la casa solariega de una anciana, amiga de ella, que vivía en las afueras. La morada era humilde y había algunos enseres huertanos, muebles antiguos y viejos cuadros que adornaban las paredes. De entre todos ellos hubo uno que le llamó especialmente la atención. Era un hombre de mediana edad que él identificó como aquél que se encontró en la extraña experiencia vivida. No tenía la más mínima duda. Preguntó quién era y la anciana le dijo que aquel hombre era su hermano, Simón, fallecido a los 44 años a principios de la década de los 40, recién terminada la guerra civil. Había marchado esa mañana a regar los huertos y, hacia el mediodía, se lo encontraron muerto, posiblemente por un ataque al corazón. Agustín no podía dar crédito a aquellas palabras ¿Cómo era posible que este hombre hubiera fallecido una década antes de nacer él? Y si había muerto casi veinte años antes ¿por qué vio a Simón con tanta lucidez? ¿por qué le había hablado? ¿por qué se encontraba en aquellos huertos trabajando…? Pasó el tiempo y Agustín cumplió los 21 años, su mayoría de edad legal. Lo celebró con sus amigos y tomaron unas copas; quizá por efectos de la euforia que provocaba la bebida se desinhibió por completo y aquella noche contó la experiencia vivida cinco años antes. No le creyeron, imaginando que todo había sido una alucinación transitoria. Pero Agustín siempre estuvo seguro de haber visto realmente a Simón; sus recuerdos eran muy recientes y estaban lúcidamente vivos en su memoria. ¿Pudo haber traspasado mentalmente la frontera del tiempo y el espacio? ¿Sufrió por un breve lapsus los efectos de un vórtice temporal? Nunca lo supo.

 (Agustín murió relativamente joven y jamás nadie pudo darle una explicación razonable de aquel misterioso episodio que vivió en su adolescencia)