CAPÍTULO 10: LA SOMBRA DE LA MUJER AHORCADA

La terrible experiencia que vivió una joven después del suicidio de su mejor amiga 

 La muerte de Margarita agitó la vida en aquella pequeña población de la huerta. Comenzaba la década de los 50 y tímidamente los amargos recuerdos de la posguerra iban quedando atrás, pese a que aún existían cartillas de racionamiento y una hambruna latente que se iba mitigando con lentitud pero habían pasado los peores y más oscuros años de la recién terminada guerra civil y la virulenta represión política se iba también atemperando; los soldados ausentes que lograron sobrevivir regresaron y muchos republicanos encarcelados habían salido de prisión e intentaban rehacer su vida, buscando un trabajo para que les permitiera integrarse en la nueva sociedad bajo la dictadura franquista. Quienes habían perdido a un hijo, a un esposo o a un hermano en la contienda también deseaban superar sus dramas personales y rehacer la vida junto a sus familias. 


Cuando al amanecer de aquel día se supo que Margarita se había ahorcado en un establo anexo a su vivienda convertido en trastero, el anochecer anterior, la noticia corrió de boca en boca como la pólvora. Nadie era capaz de entender por qué una joven veinteañera se había quitado la vida de forma tan inexplicable y enseguida comenzaron las habladurías y las cábalas. Todos los habitantes del pueblo volvieron su mirada hacia las jóvenes que habían sido sus amigas, demandando una explicación que ellas no podían ofrecer puesto que también se encontraban en estado de shock y eran incapaces de asimilar el luctuoso acontecimiento. La joven suicida recibió sepultura en la localidad pese a las reticencias del párroco para dar el consentimiento, dado el carácter parroquial del cementerio y la actitud de la Iglesia frente a los suicidios; sus familiares hubieron de mover amistades e influencias para que no fuese trasladada a la zona civil del cementerio municipal de Murcia. Finalmente sus restos pudieron ser inhumados en el mismo lugar donde reposaban sus antepasados. 

Pocos días después del trágico suceso, posiblemente motivada por las presiones del vecindario o quizá por un inconfesable afán de protagonismo, una de las amigas más íntimas de la difunta contó a un reducido grupo de vecinos que ésta, desesperada, se había quitado la vida por no haber logrado conquistar el amor de un joven del que estaba locamente enamorada. Se decía que este hombre se había prometido formalmente con otra muchacha de un pueblo cercano y no le correspondía. Las amigas le reprocharon estas revelaciones, pues aunque no tenían constancia de los presuntos sentimientos de Margarita, el hecho de realizar aquella confesión era tanto como vulnerar la intimidad de la amiga recientemente fallecida y una forma de mancillar su recuerdo. Lo peor de todo fue que, en cuestión de días, el caso estaba en boca de todos. Se formaban corrillos en las panaderías, en los comercios, en calles y plazas, incluso los hombres hablaban del caso en bares y tabernas. Los comentarios, aumentados y exagerados hasta límites insospechados, tras correr de boca en boca, acabaron por añadir aún más dolor a sus familiares cercanos; la fantasía popular creó una leyenda que no se correspondía con la realidad y las conjeturas alcanzaron niveles de sainete tragicómico. 

Pasaron unos días. Fuensanta, la amiga desleal que diera origen al bulo con sus revelaciones insidiosas, se encontraba en casa de su abuela aquella noche; la anciana vivía sola y estaba enferma por lo que la joven la cuidaba y atendía. Después de una sencilla cena se dispusieron a dormir mientras una fuerte tormenta comenzaba a desatarse en aquellos inestables días de finales de otoño. A media noche un fuerte relámpago empavesó la habitación con una luz cegadora, como si la violencia de un rayo hubiese descargado muy cerca. Justo en ese momento Fuensanta creyó distinguir en la puerta de la habitación una silueta junto a la cortina que la separaba del resto de la vivienda. Una forma que se mantenía erguida de pie y parecía mirarla. 

--¿Abuela? ¿Eres tú…? –preguntó muy extrañada. 

Solo un espeso silencio respondió a su pregunta. La joven se incorporó en su lecho y permaneció atenta, intentando escrutar con la mirada aquella extraña figura que parecía estar apoyada en la pared. Otro fuerte relámpago inundó de nuevo la habitación y Fuensanta volvió a distinguir la misteriosa silueta. 

--Abuela… ¿necesitas algo, eres tú? –volvió a preguntar la joven sintiendo ya un profundo miedo que iba embargando su ánimo. 

Pero la misteriosa semblanza permanecía en silencio. A veces parecía como si el leve eco de una respiración agitada o unos sollozos se mezclasen con los bramidos de la tormenta. Fuensanta se ocultó entre las sábanas temblando y muy asustada. Era tal el pánico que sentía en esos momentos que su voz trémula apenas si podía articular palabra alguna. Un nuevo relámpago restalló en el cielo y su luz violenta inundó la habitación. Fue en ese momento cuando pudo ver el rostro blanquecino de la silueta. Aquel semblante espectral era el de su amiga Margarita, la joven ahorcada. Tenía los ojos hundidos, ennegrecidos y profundos, y una marca roja en el cuello, tan blanco como la nieve. Fuensanta no pudo reprimir un grito de terror cuando vio aquella imagen que parecía transparente y se movía hacia los pies de la cama. 

--Fuensanta… amiga mía… ¿por qué has mentido? ¿Por qué has manchado mi nombre? –exclamó la voz espectral. 

Incapaz de soportar el terror al escuchar aquellas palabras que parecían surgir de las entrañas de la tierra, la joven perdió el conocimiento y sufrió un desmayo. Cuando despertó ya era un nuevo día y la claridad azulada penetraba por la ventana. Fuensanta se levantó titubeante, llorando, sintiendo cómo la congoja entristecía su alma, y comenzó a rezar arrodillada en el suelo. Luego marchó hacia la iglesia donde estuvo hablando con el párroco y le puso al corriente de sus visiones fantasmales. Se acercaron al altar mayor y permanecieron en él un buen rato en silenciosa oración. A partir de ese momento la vida de Fuensanta cambió por completo. Comenzó a ir a misa con relativa frecuencia y muchas tardes llevaba flores a la tumba de Margarita. Continuó haciéndolo hasta el mismo día de su muerte, solo diez años después de aquel suicidio que tanta repercusión tuvo en la vida sencilla de un pueblo.