Capítulo 12: EL ESPECTRO DEL CEMENTERIO

Nadie ha sabido hasta hoy la verdad, pero aquel inaudito episodio marcó la vida de un hombre para siempre. El secreto de lo que pudo pasar se lo llevó a la tumba 

 Rafael solía caminar todas las noches, después de la cena. El médico le había recomendado hacerlo para controlar la leve hipertensión que padecía y mantener una adecuada calidad de vida. Generalmente le acompañaban otras personas o se unía a grupos que también andaban en esas primeras horas del anochecer. Aquel día salió solo y un poco más tarde lo habitual. Llegó hasta las inmediaciones del cementerio, situado a las afueras, en un solitario descampado. Al pasar junto a las tapias del lado norte que lindaban con el sendero le pareció ver una figura un tanto sospechosa, como una sombra fantasmagórica, que llamó su atención.


 Hacía poco tiempo que unos desaprensivos habían causado varios desperfectos en su interior, robando algunos ornamentos y destrozando varias losas de mármol; también se dijo que los profanadores habían celebrado ritos espiritistas de corte satánico aunque otros aseguraban que solían utilizar el insólito lugar para consumir drogas; en cualquier caso el incidente había provocado en su momento un gran revuelo entre quienes tenían allí enterrados a sus difuntos que era casi todo el vecindario.

 Retornó al pueblo acelerando el paso y entró en la taberna que había junto a la carretera. Allí estaban varios amigos, jugando una partida, a los que contó lo que acababa de ver en el cementerio. Uno de ellos, Serafín, que había sufrido daños en la tumba de sus padres durante el último asalto, fue el más decidido de todos. Formaron un pequeño grupo de vecinos dispuestos a dar un susto a los gamberros y con ese propósito marcharon en dirección al cementerio. Nada más llegar uno de ellos se encaramó a la tapia que en esa zona norte era muy baja, de apenas poco más de metro y medio de altura, y escrutó con la mirada su interior aunque no descubrió nada extraño. Serafín era una persona muy arrojada y sin dudarlo un instante escaló el muro y saltó al interior sin esperar a ser secundado por nadie. Los demás permanecieron indecisos mientras aquél comenzó a recorrer solo el cementerio muy envalentonado, en busca de los posibles ladrones.

--¿Qué hacemos, entramos…? ¡No podemos dejarle solo! –dijo Rafael a los demás.

Nadie le respondió; se miraron unos a otros titubeando. Saltar de noche las tapias del cementerio no era agradable para nadie y las sombras de aquel lugar imponían respeto. Sin embargo abandonar a Serafín a su suerte les parecía bastante peligroso frente a un posible enfrentamiento con los gamberros, a pesar de su fortaleza física. Javier, uno del grupo, se armó de valor y se encaramó a la tapia; si su amigo tenía problemas saltaría al interior para ayudarle, pero no pudo ver nada por la oscuridad reinante.

--¿Serafín, estás ahí…?

Solo el silencio le respondió. Volvió la mirada hacia el resto del grupo y les preguntó indeciso:

 --¿Qué hacemos…? No puedo ver a Serafín.

--Llámale de nuevo –dijo Rafael –y si no contesta entraremos todos a ver qué pasa…

--¿Serafín, dónde estás? ¿Te encuentras bien? –preguntó de nuevo Javier.

Y otra vez el silencio fue su única respuesta. Los demás comenzaron a impacientarse. Ignoraban si el amigo había sido probablemente agredido  por aquellos desconocidos, aunque no escucharon ningún murmullo de pelea, mientras la indecisión les mantenía paralizados. Pasaron unos minutos que se hicieron eternos y su amigo no daba señales de vida. Aquella situación comenzaba a ser extraña e incierta…

Tras varios minutos de tensa espera, se decidieron a saltar la tapia y penetrar en el recinto. No llevaban ninguna linterna, por lo que encendieron algunos mecheros y cerillas para intentar alumbrarse en aquella noche fantasmagórica, extremadamente oscura y sin luna. Poco después encontraron a Serafín apoyado al tronco de un ciprés. Bajo la luz mortecina de unas cerillas pudieron ver que éste se encontraba con una desencajada expresión de estupor en el semblante y los ojos desorbitados, como si hubiese tenido una misteriosa visión; su tez parecía tan blanca como la cera. A duras penas pudieron sacarle del cementerio y retornar al pueblo. No dijeron nada a nadie; se juramentaron para guardar un silencio sepulcral. Nadie supo nunca qué pudo ocurrir allí dentro.

Serafín estuvo un tiempo fuera de sí. Parecía como si una desconocida enfermedad hubiese apagado aquella jovialidad tan característica en él. Poco después sus cabellos comenzaron a encanecerse y en apenas dos meses la abundante cabellera se tornó plateada y unas oscuras ojeras apagaron su viva mirada. Parecía como, si de repente, hubiese envejecido veinte años. Luego fue recuperándose físicamente con lentitud, pero esta mejoría no repercutió en su estado de ánimo que quedó como ensombrecido. Nunca dijo nada ni reveló a nadie qué le ocurrió aquella noche en el interior del cementerio ni qué vieron sus ojos para provocarle aquella especie de estado catatónico, extraño e inexplicable. Jamás habló de aquellos momentos y ni siquiera su mejor amigo pudo sonsacarle nada. A partir de entonces el silencio sobre lo que pudo acontecer fue total e impenetrable. Murió varios años después sin lograr recuperarse del todo. Tenía poco más de 45 años y el parte médico aseguró que había sufrido un infarto. Pero sus amigos, y especialmente Rafael, siempre han creído que la misteriosa visión o terrorífica experiencia que vivió aquella noche en el camposanto pudo ser el verdadero origen de su extraña dolencia y, posiblemente, de su inesperada muerte.

 (Hoy, casi cincuenta años después, los pocos testigos que aún viven no aciertan a entender del todo la magnitud del extraño suceso. En la tumba que guarda sus restos se encuentra también sepultada una verdad que ya nunca podrá ser desvelada)