Capítulo 14: UN TESTIMONIO DESCONCERTANTE Y FANTASMAL

“Me di la vuelta y ahí estaba, tan real como cuando vivía”. “No te acerques, no me toques” dijo la aparición con una voz sosegada y de extraño sonido…

La experiencia de Susana poco después de la muerte de Adrián fue para esta joven realmente inaudita y desconcertante. Cuando él falleció a causa de un desgraciado accidente laboral, muchas cosas quedaron en el aire, como su incipiente relación personal que se malogró a partir del fatídico momento en que cedió el andamio donde trabajaba y le precipitó al suelo desde una altura de tres metros; el joven cayó con tan mala fortuna que su cabeza se golpeó fuertemente contra el acerado borde de un contenedor y la muerte le sobrevino prácticamente al instante, según establecieron los servicios médicos. Los días siguientes al luctuoso suceso, ella comenzó a sentir como una extraña presencia; parecía como si una misteriosa sombra la siguiera a todas partes. A veces, con el rabillo del ojo, creía ver una forma difusa que se movía alrededor suyo. Sin embargo pronto se sobrepuso e imaginó que todo era producto de su imaginación y de la ansiedad que le había producido la trágica ausencia de aquél amor incipiente que pudo haber sido.


 Pasaron los días y, especialmente, las noches, muchas de sueño quebrado y ligero, de recuerdos y sobresaltos. Después, lentamente, Susana fue recuperando la calma; el tiempo era como un bálsamo que cicatrizaba la herida aunque no podía evitar recordar a Adrián de manera constante. Aquel día de verano, tras casi un año desde que ocurriera la tragedia, había salido con unas amigas de fiesta. Quería distraerse un poco, lo necesitaba para normalizar su vida cotidiana y sobre todo para olvidar. Olvidar y adormecer los recuerdos, dejándolos escondidos en cualquier rincón de la memoria. Sin embargo ella se sentía muy sola. Y la soledad le traía de nuevo el recuerdo de Adrián. Notaba anímicamente su presencia y le añoraba cuando veía a otras jóvenes de su edad bailar y reír con sus parejas, disfrutando una amorosa compañía que ella había perdido tan tempranamente cuando aún ni siquiera habían podido disfrutar plenamente su relación. La noche se echó encima y con ella las sombras. Poco antes de retirarse a dormir estuvo viendo una película que ofrecía aquella lejana televisión en blanco y negro. Susana no pudo verla terminar porque el drama que representaba la pequeña pantalla lo sentía muy hondo. Apagó el aparato y marchó a su habitación con la huella de la congoja en su rostro.

Apenas comenzó a desnudarse cuando una extraña claridad apareció al fondo, junto al espejo. La forma de luz, difusa al principio, comenzó a girar lentamente hasta formar una figura humana. Aquella visión inesperada la dejó insensible a cualquier sentimiento de pánico o temor; había algo misterioso y a la vez espectacular en el fenómeno que contemplaban sus ojos. La figura de rasgos humanos se conformó en un semblante para ella conocido y recordado: era Adrián, su malogrado amor que parecía retornar del más allá.

--¡Por Dios, Adrián…! ¿Eres tú? –exclamó mientras se acercaba temblando a la figura luminosa y alzaba sus brazos.

 --No te acerques… No me toques… -dijo aquella aparición con un extraño tono de voz, como si ésta reverberase mientras brotaba desde el fondo de una sima.

--¿Qué quieres de mí? –acertó a decir la joven con un hilo de voz.

--Recuérdame siempre…. No me olvides nunca… -susurró la forma luminosa antes de desvanecerse como se disipa la bruma del alba ante los primeros rayos de sol.

 A partir de ese momento el carácter de Susana cambió por completo. Se volvió taciturno y silencioso. Apenas salía de su casa y sus amigas no conseguían averiguar el motivo de su estado emocional pese a que hacía ya prácticamente un año del accidente de Adrián y tampoco imaginaban que aquella muerte fuese la posible causa de esta extraña actitud. Pasó el tiempo y con él los años, uno tras otro, lenta e inexorablemente. Casi dos décadas después de la muerte del joven, Susana contó a Rebeca, que era su mejor amiga, la misteriosa experiencia y la honda huella que esa aparición había dejado en su vida; ésta comprendió entonces la actitud de su amiga, aunque le costaba mucho asimilar el fantástico relato.

Susana murió treinta y tres años después, cuando aún era joven para que la muerte la arrebatara. Vivía sola y una mañana la encontró un familiar agonizando. Tenía una expresión de serena placidez en el rostro como si, en el sublime instante de traspasar la última frontera, la imagen luminosa de su amado hubiese estado a su lado para acompañarla en ese misterioso tránsito que todos los seres humanos debemos hacer, inexorablemente, un día cualquiera.